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El Movimiento 26 de Julio (M-26-7) ordenó los primeros secuestros aéreos del mundo

Estos son los rostros de 4 de los cinco asaltantes. De izquierda a derecha: Edmundo F. Ponce de León, desaparecido; Erasmo Aponte, desaparecido; Raúl Rolando Rodríguez Villegas, muerto; y Pedro Lázaro Valdés Orta, muerto. Edmundo Ponce de León fue piloto de la Fuerza Aérea Norteamericana y la foto que se publicó era una foto hecha varios años antes del secuestro
Estos son los rostros de 4 de los cinco asaltantes. De izquierda a derecha: Edmundo F. Ponce de León, desaparecido; Erasmo Aponte, desaparecido; Raúl Rolando Rodríguez Villegas, muerto; y Pedro Lázaro Valdés Orta, muerto. Edmundo Ponce de León fue piloto de la Fuerza Aérea Norteamericana y la foto que se publicó era una foto hecha varios años antes del secuestro

Por órdenes de Raúl Castro, terroristas integrantes del M-26-7 secuestraron 2 DC-3 de vuelos nacionales cubanos, para incorporarlos a la Fuerza Aérea Rebelde que radicaba en la Sierra Cristal. Esos aviones fueron posteriormente destruidos por la aviación del régimen tiránico de Fulgencio Batista en sendos raids aéreos.

El primer secuestro de avión en vuelos internacionales fue ordenado por Fidel Castro.

Omara González sobreviviente del secuestro aéreo muestra varios diarios de la época, uno dice: Una "Hazaña" Aérea del M-26-7 (Movimiento 26 de Julio)
Omara González sobreviviente del secuestro aéreo muestra varios diarios de la época, uno dice: Una “Hazaña” Aérea del M-26-7 (Movimiento 26 de Julio)

Cuando Omara González sintió que a su vida le quedaban pocos minutos, sacó de su cartera un rosario de cuentas de madera que le regaló su padre y se lo puso en el cuello. Uno de los asaltantes que llevaba un brazalete del Movimiento 26 de Julio, le ordenó a los pasajeros que se apretaran el cinturón de seguridad y que doblaran el tronco del cuerpo hacia delante con la cabeza sobre las piernas.

En medio de un forzado descenso, el avión Viscount de cuatro turbohélices de Cubana de Aviación se partió en dos y Omara González salió volando por el agujero del fuselaje hasta caer en las aguas infestadas de tiburones de la bahía de Nipe, cerca al pueblo de Preston en la provincia de Oriente, Cuba. Eran aproximadamente las 9 de la noche del primero de noviembre de 1958. El mundo no sabía lo que era el secuestro de un avión en vuelo internacional. La palabra más cercana a terrorismo era sabotaje.

En algún lugar de la Sierra Maestra, el comandante Fidel Castro esperaba noticias del desvío del vuelo 495 que había salido de Miami con destino a Varadero y que él había ordenado secuestrar. En el interior de la aeronave, sus compañeros de causa, Edmundo Ponce de León, Erasmo Aponte, Raúl Rolando y Pedro Lázaro Valdés, llevaban pistolas, carabinas, granadas, varios litros de repelente para mosquitos R-33 y otros pertrechos que serían usados en la ofensiva final contra el gobierno de Fulgencio Batista. La encomienda jamás llegó a su destino. Los piratas anunciaron a los pasajeros que su acción “nunca se había producido en el mundo”.

Omara González Rodríguez, sobreviviente del desvío y caída de un vuelo de Cubana de Aviación, 47 años después de ese acto terrorista quiso poner la tragedia del vuelo de Cubana de Aviación, -donde murieron tantas personas- en los radares de la historia del terrorismo. Ella y sus familiares creen que un mundo en el que la gente está ocultando en el pasado el origen de las amenazas terroristas de hoy, este episodio tiene que ser rescatado.

Por ahora, Omara González Rodríguez espera que el mundo sepa que Fidel Castro fue el primer profesor de los secuestros aéreos, y que a los pocos meses de la tragedia, cuando el Movimiento 26 de Julio llegó al poder, Castro la llamó para justificar la acción en nombre de la revolución.

Fidel Castro me pide que le relate qué había pasado. Y entonces me dice:

Mira, el sabotaje es así, te tocó a ti y te tocó, yo estoy ahora con una bomba en un cine y mi mamá llega y está ahí, pues le tocó a ella”.

González ha presentado su caso ante la fundación Judiciary Watch con la esperanza de que sea anexado como antecedente grave del patrocinio del gobierno de Cuba al terrorismo. En su casa de Coral Gables, acompañada por su madre y un primo hermano que la despidió en el aeropuerto de Miami de la calle 36, esa tarde del primero de noviembre de 1958, Omara relató en frases frenadas por su miedo inconsciente a revivir el drama, las horas de angustia a bordo del Viscount secuestrado.

Omara tenía 16 años. Regresaba con su maleta llena de ropa nueva a su casa en Varadero, de donde había salido dos días antes en compañía de su abuelo José Manuel Atanasio Rodríguez y su primo de 12 años Luis Sosa para pasar un fin de semana de compras en Miami. Era un viaje corto y barato. El pasaje de ida vuelta costaba 45 dólares y el vuelo se demoraba 25 minutos. Sólo se necesitaba la visa americana. La tía Julia los esperaba en Miami.

En esos años, el sur de La Florida era un hervidero de disidentes y perseguidos de Batista que enviaban armas y municiones a Cuba, algunas veces con el apoyo secreto del gobierno de Estados Unidos, para apoyar a la guerrilla de Fidel Castro.

En el negocio de la compra de armas, decía una crónica de la época, los rebeldes veían a Miami como una ama de casa mira al supermercado”.

El vuelo de Cubana salió retrasado del Aeropuerto Internacional de Miami, situado entonces en la calle 36. Estaba programado para las tres de la tarde y despegó a las 4:46. Las sillas no estaban entonces numeradas. Como todos querían tener asiento con ventana, González se sentó en la segunda fila, su primo en la primera y su abuelo de 62 años en la tercera. Los últimos en subir fueron el empresario norteamericano Osiris Martínez, su esposa Betty Jane y sus hijos Tony, de dos años, Byron de cuatro y Carl de cinco. Martínez había sido trasladado por una compañía estadounidense a gerenciar una fábrica de papel en Cuba.

González recuerda que cuando la azafata Ana Reina terminó de repartir las declaraciones de aduana, cuatro jóvenes se pusieron de pie y pistola en mano gritaron a los pasajeros que no se movieran. Uno de ellos se apostó en la parte delantera del avión y le apuntó con una pistola en la cara. A los pocos minutos los secuestradores levantaron la alfombra del pasillo delantero del avión, y abrieron una escotilla de la cual extrajeron unos uniformes verde oliva con brazaletes alusivos al 26 de Julio. Según un reporte de la revista Gente, uno de los secuestradores dijo:

No se muevan de sus asientos. Estamos haciendo algo que nunca se ha producido en el mundo. Podrán contarlo porque nos apearemos en una pista mejor que la de Varadero”.

Los secuestradores se desnudaron hasta quedar en calzoncillos y se pusieron los uniformes delante de los aterrorizados pasajeros. Uno de los piratas, el más agresivo, recuerda González, llevaba zapatos blancos. Desde un comienzo, insistía en que quería tomar el mando del avión. Aparentemente se trataba de Edmundo Ponce de León, expiloto de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Pero el veterano capitán de la aeronave, Ruskin Medrano, se negaba a cederle el puesto. “Tendremos que matarlo”, escuchó la muchacha. Uno de ellos dijo que le daría un tiro, pero los demás le ordenaron que lo hiciera con cuchillo.

Osiris Martínez dice que en sus pesadillas de la tragedia aún escucha el grito de dolor intenso que dio debajo del agua al golpearse brutalmente contra un objeto que le abrió tres agujeros en la cabeza.

Quizás por el trauma de ese golpe olvidó lo que ocurrió minutos antes cuando el avión de Cubana de Aviación secuestrado en el que viajaba se partió en dos al caer en la Bahía de Nipe en la noche del primero de noviembre de 1958.

Por puro impulso de supervivencia, no porque supiera nadar, Martínez logró salir a la superficie, y cuando ya su boca estaba libre, despidió un chorro de agua.

“Me salía y me salía agua como si fuera una manguera sin parar”, recuerda Martínez sentado en el sofá de su casa del suroeste de Miami donde vive con su tercera esposa.

Finalmente con la garganta libre, sacó alientos de donde no tenía y empezó a llamar como un loco los nombres de su esposa y su tres niños, rogándoles en español, sin reparar que solo hablaban inglés, que le dieran una señal de vida en medio de esa sopa negra de mar oscuro y combustible en la que escasamente flotaba.

Como no podía mantenerse a flote, logró asirse a un objeto que brillaba con el resplandor de las luces del cercano pueblo de Preston, al oriente de Cuba. Era una de las puertas del avión Viscount turbohélice que minutos antes un grupo de secuestradores intentaba aterrizar en un pequeña pista del ingenio azucarero de Preston para llevar a Fidel Castro armas, municiones y pertrechos comprados en Miami.

En medio de una ordalía demencial de sobrevuelos rasantes por pistas sin iluminación del oriente de Cuba, el avión se quedó sin combustible y se fue a pique en la bahía.

Edmundo Ponce de León, otro de los sobrevivientes y a quien testigos y documentos señalan como uno de los presuntos secuestradores del avión, sostiene que la aeronave cayó en la bahía como consecuencia de una confusión que se creó en la cabina.

Según Ponce de León, el piloto Ruskin Medrano intentó aterrizar en la pista sin iluminación del ingenio azucarero de Preston pero en su descenso descubrió que había sido bloqueada con unos barriles y debió alzar vuelo.

En medio de esa maniobra, la fragata Antonio Maceo, que estaba en la bahía, disparó una ráfaga de balas trazadoras al avión, lo que hizo que el piloto, confundido y nervioso, diera un viraje brusco hacia la bahía donde el Viscount se fue a pique, agregó Ponce de León. Los proyectiles no hicieron impacto en la aeronave, según Ponce de León.

Los demás sobrevivientes han declarado que el avión se precipitó en la bahía por falta de combustible.

Martínez explicó a El Nuevo Herald que uno de los secuestradores que estaba en la cabina se sentó en un asiento cercano a él y ordenó que se ajustaran los cinturones, porque el avión se había quedado sin combustible.

Ponce de León sostuvo que el avión tenía combustible de sobra, tanto así que el vuelo se retrasó en la plataforma del aeropuerto de Miami porque el líquido se salió de los tanques y la compañía de seguros no permitía su salida por cuestiones de seguridad. Empleados de Cubana de Aviación en Miami le dijeron a The Miami Herald horas después del accidente que la aeronave tenía suficiente combustible.

Mientras trataba de mantenerse a flote, Martínez se quitó la ropa desgarrada que llevaba y se quedó en calzoncillos, no sin antes sacar la billetera con su identidad impulsado por un presentimiento de que lo fuesen a confundir con uno de los secuestradores.

De pronto sintió una mano en el hombro, dice, y se percató que era Juana María Méndez, una pasajera embarazada que tampoco sabía nadar y trataba de salvarse.

Me dio un gran susto cuando la vi, y le dije que me iba a hundir a mí también. Ella se soltó y se hundió”, dijo Martínez.

La puerta del avión amenazó con sumergirse y Martínez trató de mantenerse a flote infructuosamente abrazando una almohada que pasó cerca. Entonces confió de nuevo en la puerta flotante sin apoyar mayor peso en ella, solo la barbilla, y volvió a gritar desesperadamente.

Nadie le respondió. Sobre la bahía caía una tenue lluvia.

Se tocaba la cabeza y se preguntaba cómo era posible que estuviera vivo si podía meter sus dedos en los agujeros que tenía en el cráneo.

Sobre un ala del avión que quedó inclinada por fuera de la superficie, dos hombres luchaban por no resbalar y caer al mar infestado de tiburones. Martínez sostiene que eran dos de los piratas aéreos. Más tarde los vio lanzarse al mar.

Cuando se fueron apagando los últimos quejidos, Martínez escuchó lo que parecía ser un chapuceo de remos. De pie, sobre una canoa rudimentaria iba hacia él un campesino de la región que le pidió que subiera, pero Martínez no tenía fuerzas y se había fracturado la mitad de las costillas por el cinturón de seguridad, que terminó rompiéndose.

Finalmente lo logró, pero como el bote tenía en el fondo agua fría de lluvia acumulada, el cuerpo corpulento del hombre de 5 pies 10 pulgadas de estatura que estaba en las aguas tibias del mar empezó a convulsionar, lo que hacía bandear peligrosamente la canoa.

“‘Nos vamos a virar, nos vamos a virar’, me decía el guajiro mientras yo temblaba sin control y él me ponía la luz de la linterna en la cara”.

La embarcación llegó a las playas de la bahía, adonde luego el mismo barquero llevó a Omara González y a su primo Luis Sosa, otros pasajeros sobrevivientes del avión.

El coronel Rodríguez, un primo de Martínez y oficial del Ejército de Fulgencio Batista que combatía en la zona contra los alzados de Raúl Castro, le envió 10 soldados que lo llevaron al hospital de Preston.

Con las heridas suturadas y envuelto en un escudo de esparadrapo alrededor de las costillas, Martínez se presentó en el primer piso del hospital a reconocer los cadáveres de su familia.

Alrededor del tobillo de una pierna amputada que le mostraron vio una cadena con el nombre de su esposa Betty Haney, con quien planeaba mudarse a Varadero.

La reconocí porque yo le había regalado una cadenita con el nombre de ella y dije sí, ésa es mi esposa”, expresó.

Los cuerpos de sus tres hijos no se los mostraron por las condiciones terribles en las que estaban.

Martínez se quería morir también.

A partir de ese instante no sólo ha tenido que cargar con el peso de la pena, ligeramente amortiguado por dosis diarias de antidepresivos, sino con el remordimiento que le producen los recuerdos de su mujer rogándole que no se fueran a vivir a Cuba.

Martínez aceptó un cargo de inspector de una gigantesca planta de conversión de bagazo de caña de azúcar en papel en la ciudad de Cárdenas, a pocos kilómetros de Varadero.

Le ofrecían un sueldo de $615 mensuales, una muy buena suma para la época, el triple de lo que ganaba en el mismo cargo, en la Bowaters Southern Paper Corporation de Tennessee.

A pesar de que había nacido en Cuba, Martínez no conocía Varadero, el lugar que escogió para alquilar una casa en la que comenzaría su nueva vida, lejos de los aletargadas parajes de Tennessee que tanto le aburrían.

Llamé a mi esposa y le dije: ‘Vende o regala la casa que tenemos y vente con los niños’”, recuerda Martínez.

Ella aceptó a regañadientes y se citaron en Miami. El vendría de La Habana y ella de Chattanooga, Tennesee, con los tres niños.

Contagiados quizás por la tristeza de su madre, los niños tampoco querían viajar a ese lugar remoto y extraño donde su papá había encontrado un mejor trabajo.

Martínez recuerda que los padres de Betty tuvieron que arrastrar a los niños que lloraban y gritaban hasta el avión que los llevó de Chatanooga hasta Atlanta. De allí tomaron un vuelo a Miami, donde los esperaba Martínez.

Los obstáculos que el destino le interpuso a su familia para no viajar a Cuba aumentaron a la llegada a Miami, relató Martínez.

Empleados de la oficina de Cubana de Aviación en el aeropuerto se negaron a que la familia abordara el avión alegando que los documentos de Martínez no estaban en regla. Martínez era ciudadano estadounidense. Después de la tragedia, el sobreviviente concluyó que el verdadero motivo de los impedimentos era que algunos de los empleados eran cómplices de la operación.

Ellos sabían que iban a poner en riesgo a una familia americana y por eso no querían embarcarnos, quizás no querían niños a bordo, pero sus excusas para no llevarnos eran estúpidas”, dijo Martínez.

Al subir al avión de Cubana de Aviación en el Aeropuerto de Miami esa tarde del primero de noviembre de 1958 con sus hijos de 5, 4 y 2 años, Betty le entregó a Martínez una póliza de seguro de vida firmada por ella, advirtiéndole melancólicamente “y con cierta rabia”, recuerda Martínez, que si moría en Cuba que no la enterraran allí.

El vuelo, que debía salir para Varadero a las 2 de la tarde, despegó alrededor de las cinco como consecuencia de la larga discusión de los empleados con Martínez.

Cuando el avión iba a la altura de los cayos de La Florida, recuerda Martínez, unos cuatro o cinco hombres jóvenes se pusieron de pie, sacaron armas y apuntaron a los pasajeros.

Entonces se fueron hacia adelante y… se vistieron como de combate. Uno de ellos salió corriendo y entró a la cabina, y entonces en vez de ir a Varadero, que era un vuelo tan corto, desviaron el avión para Mayarí Arriba, en las montañas de Oriente”, relató Martínez.

Al llegar a esa zona el avión empezó a buscar pistas de aterrizaje y hacer aproximaciones suicidas, agregó el sobreviviente “Trataron de aterrizar no sé cuántas veces, los motores aquellos rugían porque parecían que íbamos a chocar porque ya estaban tocando la tierra”, dijo Martínez. “Hasta que uno dice ‘pónganse los cinturones porque no hay más gasolina’ y entonces explotó el avión. Era que había caído en la playa de la Bahía de Nipe”.

Martínez salió de Cuba a los pocos días con la ayuda de Wayne Smith, quien por entonces era funcionario de la embajada de Estados Unidos en Cuba y luego llegó a ser jefe de la Oficina de Intereses de Washington en La Habana.

Un mes después, Martínez volvió a Cuba. Esta vez con la idea de matar a uno de los secuestradores que, se había enterado, había sobrevivido.

Martínez se consiguió una pistola pequeña y visitó al secuestrador, cuyo nombre no recuerda con certeza. Lo visitó en una casa humilde de Puerto Padre. Su hermano le había ayudado a localizarlo. Pero al ingresar a la casa, se arrepintió de su misión.

Aquello era tan miserable, niños alrededor, que yo me olvidé de la pistola en el bolsillo”, relató.

Martínez se identificó.

El hombre se puso pálido… Hablamos muy poco y me marché”, dijo.

Fidel Castro había llegado al poder en enero de 1959 y Martínez no hacía ningún esfuerzo por callar su tragedia. Se la comentaba a quien fuese, afirmando que el gobierno revolucionario le debía una explicación.

Un día, recuerda, recibió una carta en su casa. Estaba firmada por Raúl Castro, quien comandaba el Segundo Frente, donde supuestamente dos de los piratas aéreos se reportaron. Castro quería hablar con él sobre el accidente.

Yo leí la carta y empaqué mis cosas y me fui de Cuba. Tenía el presentimiento de que algo malo me podía pasar”. 

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