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Retrato salvaje

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Salí del cine medio atormentada. El acomodador, que esperaba como cosa buena el fin de la película para irse a dormir tranquilamente a casa, debió adivinarme el sobresalto: “Está de madre, ¿eh?”, me dijo. No conseguí zafar el nudo que me apretaba la garganta.

En la calle, todavía perpleja, tumbé sin querer una bicicleta. El dueño me tranquilizó con un muy ecuánime “no te preocupes, mima, no pasa nada” en el preciso instante en que yo —como el hombre del gato— me preparaba para lo peor: el estallido de cólera, las interjecciones incoherentes, el manoteo de ambas partes que desembocaría en desastre. Pero era la vida real, por suerte, y no una de las seis historias del filme argentino Relatos salvajes.

Desde el mismísimo inicio, cuando los pasajeros del avión comienzan a impacientarse, a sospechar que gravitan en torno a la locura del sobrecargo, la película de Damián Szifrón se revela como lo que en realidad es: una metáfora de la barbarie, un catálogo de los extremos de violencia en los que puede desbarrancarse el ser humano.

Y no el ser humano abstracto, casi siempre una entelequia, sino un hombre con rostro, identidad y trabajo. Andreas Lubitz, por ejemplo: 27 años, piloto de Germanwings, lanzó a 149 pasajeros contra los Alpes franceses. Si había visto el primer corto de Relatos salvajes o no, si se inspiró en la historia de un loco ficticio para cometer un acto de demencia aún más imperdonable o si, por el contrario, elucubró su drama personal al margen del guion cinematográfico serán incógnitas que a estas alturas difícilmente puedan ser aclaradas. Demasiado abrumadora la coincidencia, eso sí, como para darnos el lujo de ignorarla.

En última instancia la tragedia que sacudió a Europa en marzo pasado viene a apuntalar la tesis de Relatos salvajes: que la humanidad es, en esencia, despiadada, y que en situaciones límites —ya contra la pared— el hombre termina siendo el lobo del hombre, como había advertido Thomas Hobbes en un contexto mucho menos civilizado.

Ni millonarios en Audi, ni ingenieros de prestigio, ni meseras anodinas, ni una pareja de recién casados logran salvarse de la jungla de instintos que dibuja Szifrón. Que dibuja, no: que ha tomado al azar del maremágnum de circunstancias que tiene a mano y que reserva —a no dudarlo— historias igualmente escalofriantes. Más de seis capítulos habría sacado él de la espiral de violencia, ora explícita, ora contenida, a la que parecemos condenados.

Salí del cine medio atormentada, lo confieso, pensando que en alguna esquina pudiera tomarme de rehén un trabajador ahogado con la precariedad de su salario, que pudiera desollarme viva algún funcionario inconforme con la crítica demasiado explícita en uno de mis trabajos, que incluso el acomodador, molesto por haber encendido el proyector solo para mí y otros dos desvelados, pudiera descargar conmigo sus pequeñas frustraciones cotidianas.

Pero el hombre, muy en el fondo, tampoco es ese animal acorralado que nos vende Relatos salvajes. Lo sabe el elenco del filme liderado por los ya antológicos Darío Grandinetti, Ricardo Darín y Oscar Martínez; lo saben los millones de espectadores choqueados, como yo, con este retablo de la crueldad humana, y lo sabe el mismísimo director, que tejió sin recato los conflictos a sabiendas de que el resultado sería esta obra de extremos. Una película diferente, más medida y equilibrada, esa ya —diría Szifrón— que la dirija otro.

Publicado por Gisselle Morales en su Blog Cuba Profunda

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