Rosa Martinez
HAVANA TIMES — Quién no ha sentido alguna vez la soledad, quién no ha llorado por la lejanía del ser amado, quién no padeció en carne propia el sufrimiento que deja la pérdida de un ser querido.
Yo he visto partir a tantos… los amigos que quedaron en las diferentes enseñanzas por las que transité (recuerdo especialmente una niñita con pelo de oro que era el ser más amable que he conocido. Casi 40 años después sigo sin entender porqué murió tan pequeña aquella niña bella, cariñosa, tan alegre).
Igual los que decidieron cruzar el mar en busca de un amor, la familia o simplemente una vida mejor; y los que no quisieron seguir, porque mi compañía no les resultaba grata o los que aparté porque ya no nos entendíamos.
Vi partir a mi abuela querida, quién fue madre, amiga y confidente; también a Lolo, un vecino viejo que todos los días me regalaba el primer saludo callejero y una frase o refrán de aliento cuando todo parecía perdido.
También partió un primo, demasiado joven para morir, pero no para aquella terrible enfermedad; igual se fue Turco, que murió viejo, pero no tanto (sus ladridos todavía resuenan por la casa y sus gestos amorosos son imposibles de olvidar).
Con cada pérdida sufrí. Con todas sentí al corazón encogerse como si intencionalmente quisiera dejar de latir. Con todas lloré, grité, odié.
Pero nada se compara con lo que experimenté ayer por saber a mis hijas en peligro. Solo un padre puede comprender lo que digo. Afortunadamente yo no pasé más que un susto y todavía no respiro, no duermo, no vivo bien. Imagino, aunque no quiero, a los que pasaron más allá del susto; pobre padres qué terrible dolor.