LA HABANA, Cuba.- Por estos días tuve un amigo de visita en casa. ¡Qué molesto estaba el sábado! Se enteró de que retrasaban la salida del ómnibus que debía llevarlo ayer desde La Habana hasta Sancti Spíritus, la región con topónimo más cristiano de la isla y, por si fuera poco, escrito en latín.
Al infeliz, que no es religioso, lo llamó por teléfono un amigo de su pueblo para advertirle que el Granma anunciaba el cambio de horario en las salidas de Ómnibus Nacionales de ayer domingo, y que la suya, que debía concretarse a las siete de la mañana, lo haría ¡nueve horas después!
La decisión tenía que ver con la misa que ofició el Santo Padre en la Plaza de la Revolución. Yo, que hospedo siempre a mi amigo en sus múltiples viajes a La Habana, le hice saber que me alegraba muchísimo la idea de retenerlo un rato más en casa, e intenté hacerle ver el lado bueno del asunto: iba a levantarse más tarde y tomar con calma un cafecito, almorzaría, conversaríamos un poco más… Y si se le antojaba, hasta podría mirar en la televisión la misa.
¡Dios me ampare! Casi tengo que salir corriendo. De nada sirvió que hablara de la mediación del Papa en los múltiples conflictos bélicos, en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos; nada quiso saber de su preocupación por el medio ambiente y por los pollos hacinados en las granjas de crianza. Crispado, iracundo, gritó que por nada del mundo, que esa celebración era la que lo haría llegar tardísimo a su casa. Porque soy empecinado volví a interceder, esta vez ponderando la importancia de la festividad para los cristianos habaneros, para todos los cubanos, y hasta hice notar la trascendencia de que tuviéramos en la isla al primer pontífice latinoamericano.
No hubo modo de calmarlo. “Me parece extraordinaria la visita y hasta motivo de gran gozo la misa —así dijo—. Pero también que yo monte a mi guagua en hora”. Casi vencido por su empecinamiento, le dije que existía la posibilidad de que los choferes y empleados de Astro (línea de transporte interprovincial) hubieran reclamado al sindicato de transporte su derecho a postrarse ante el sumo pontífice. Entonces escuché una enorme y estentórea carcajada. Luego vino un silencio que me pareció infinito… Habló por fin: “Me molesta que no piensen en todos. Llegar a mi pueblo en hora es tan importante para mí como para los fieles escuchar a Francisco. Si nuestra infraestructura de viales y nuestros medios de transporte son insuficientes, no hagamos celebraciones tan masivas y opulentas”.
En eso mi madre dio un grito, avisando que había comenzado el noticiero de televisión. Él, que quería corroborar la noticia del periódico, salió corriendo. Lo seguí. En ese momento la subdirectora provincial de Salud Pública explicaba las previsiones tomadas para la asistencia médica en la plaza y en el resto de la ciudad, y dio fe de la vitalidad de estos servicios en la capital. Luego otro funcionario informó sobre la seguridad vial, explicando que sus tres componentes (vías, hombres y autos) estaban garantizados, y que se suspendería el transporte público en la Habana hasta dos horas después de terminada la misa. Del servicio de Ómnibus Nacionales nada se dijo.
Mi amigo me miró como si yo fuera culpable y llamó a la terminal. Después de tres horas de insistencia consiguió que del otro lado levantaran el teléfono: la dichosa guagua, tal como su coterráneo le había advertido, saldría a las 4:55 de la tarde. Entonces me hizo una pregunta: ¿Qué pasará con quien no leyó el Granma o no tuvo un amigo informado que le avisara?