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La manía de los celulares

Una mujer con su teléfono móvil en La Habana (foto de archivo)

Una mujer con su teléfono móvil en La Habana (foto de archivo)

LA HABANA, Cuba – Entre los adolescentes y los jóvenes cubanos hay manía, fiebre, destemplanza, por los teléfonos celulares, los iPod, los iPhone, las tabletas y otros artilugios similares.

Los muchachos andarán hambreados, mal vestidos, con los zapatos rotos, y no tendrán dinero para ir a bailar a una discoteca, pero no les puede faltar un celular. Eso les confiere onda, estatus. Y mientras más sofisticado y con más aplicaciones, mejor; le suplicarán por teléfono a algún pariente en Miami que suponen rico y dispuesto a complacer sus antojos. Luego, cuando tenga el móvil, si no tiene saldo, si el pariente “de afuera” no se lo ha recargado, no importa: entonces lo usará para jugar, escuchar música o tomar selfies. Lo importante es lucirlo, “especular”, como se dice por acá.

Uno los ve a toda hora con los puñeteros aparatos en la mano, la vista fija en la pantalla, los dedos en los botones, los audífonos en los oídos, ajenos a lo que les rodea, a riesgo de que, de tan entretenidos, los aplaste un carro al cruzar la calle.

Es inútil dirigirles la palabra, porque no escuchan. Si llamas a uno y logras que con desgano se quite un audífono –jamás los dos–, te mirará, con ojos robóticos, cual si fueras un bicho raro, y tardará un rato en entender de qué carajo le hablas, de tan absorto como estaba en la música house, el reguetón, o el trash metal si es uno de los chicos del parque de la calle G. Luego de responderte de mala gana, inmediatamente se volverán a enchufar. Y seguirán andando por la vida, tan incomunicados como personajes de una película de Antonioni.

Desde que malamente habilitaron la conexión wifi en La Rampa da grima pasar por allí. Aquello parece el set de una película de ciencia ficción catastrofista. Manadas de muchachos y muchachas con los aparatos en mano y caras de zombis, sentados en los muros y las aceras, que es donde único les permiten estar, a pleno sol, a expensas de los rateros, disputándose los puntos donde creen que hay una cobertura algo mejor.

El fenómeno de la adicción a los celulares es mundial, pero en Cuba es particularmente preocupante debido a la creciente pérdida de valores y la estupidización de la sociedad, producida por un sistema fracasado, que no tiene arreglo pero no acaba de derrumbarse.

Qué diría el adusto Che Guevara, tan pirado por la homogeneidad comunista, si viera a los hijos y los nietos de los que se suponía fuesen el hombre nuevo convertidos en esta horda encuerusa y cochambrosa de “aseres” y “jebitas” de mínimo vocabulario, pésimos modales y pensamiento poco menos que básico, fascinados por las marcas y la pacotilla de la sociedad de consumo, absortos con estos adminículos, locos por largarse a cualquier otro país, hablando una jerga ininteligible en la que para subrayar lo que dicen –o más bien lo que no dicen, porque no saben cómo decirlo– emplean sonoras onomatopeyas y repiten cada dos por tres la pregunta: “¿viste?”

Ningún padre que tenga dos dedos de frente, por el sano desarrollo de sus hijos, debía permitir que los videojuegos y las aplicaciones de los móviles sustituyan a los juegos y los deportes, que las series y los culebrones destierren el hábito de leer buenos libros, ver buen cine y escuchar música que sea música y no ruiditos secuenciados y monocordes ritmos de herrería.

¿Será posible que a la larga las amistades y los noviazgos reales sean reemplazados por los de Facebook?

Mis dos hijos mayores, de 28 y 30 años, respectivamente, no son esclavos del celular, y suelen apagarlo cuando no quieren ser molestados, que es a cada rato. No sucede así con el menor, que acaba de cumplir los 21, y sí es adicto al móvil, que no suelta ni dormido. Por suerte, cuando lo agarró la fiebre del PlayStation y el Xbox, a la que yo tercamente me opuse, y antes de que se hiciera de un celular, ya había tenido tiempo de jugar fútbol y pelota manigüera, de trepar a los árboles, nadar en playas y lagunas y mataperrear bastante, descalzo y sin camisa.

Muchos me dicen que opino así porque me estoy poniendo viejo, que últimamente no me reconocen, tan de vanguardia como siempre fui. Puede ser, me veo cada día en el espejo. Hay que ir a la par de los tiempos, lo sé, pero hay cosas que no cambian, que no pueden cambiar, y si lo hacen, es el caos. Como el que se nos viene encima, con tantos chicos autómatas que no hemos sabido criar.

luicino2012@gmail.com

Written by CubaNet

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