QUITO, Ecuador – Recién comenzaba octubre cuando apareció un artículo con el título “Cubanos en Miami: las malas costumbres”. Su autor se pronunció contra sus semejantes con la ironía que lo caracteriza, agrediéndoles desenfrenadamente y limitando males que aquejan al hombre de cualquier parte del mundo –incluidos los de la civilizada Europa– a los de la isla caribeña o aquellos que se han marchado de ella.
Indudablemente, la mayoría de los cubanos actuales no son como los descritos por Villaverde o Carrión, que reflejaron en sus obras las características de los cubanos de diferentes estratos sociales del siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte, tampoco se parecen por sus modales y formas de actuación a aquellos que en la primera mitad del pasado siglo se paseaban por las calles habaneras, con elegancia y gracia, pero con respeto y dignidad.
Lo que resulta imperdonable es la idea de presentar solo los aspectos negativos de algo que es un verdadero fenómeno de carácter social a escala mundial, y por lo tanto, se debe considerar dentro de los temas de la antropología social y no precisamente como un accidente antropológico, según las palabras del autor, asumidas de una figura del campo de la religión actual de Cuba, palabras que al ser leídas resultan despectivas y atacantes hacia sus prójimos, amén del error conceptual ante lo accidental, desde el punto de vista antropológico.
Antes de dar opiniones o redactar un texto, primero hemos de cuestionarnos si realmente sabemos sobre el tema a tratar. Desde los tiempos de Morgan y Spencer hasta las actuales investigaciones étnicas, folclóricas y socioculturales de manera general, la antropología se ha desarrollado y logrado su esplendor y merece respetarse como ciencia social. No es admisible que se asocien opiniones superficiales de un clérigo o un redactor a esta ciencia.
El concepto de que “todos somos iguales”, impuesto desde los tiempos iniciales de la revolución cubana, el ataque a los educadores de esta primera etapa, los que fueron gradualmente sustituidos por el “hombre nuevo” que predicara el mítico argentino, la eliminación de la educación religiosa del sistema de enseñanza, así como el hecho de destacar con supremacía todo lo que procediera de las masas, de lo popular, devenido a posteriori en verdadero populismo, han sido las principales causas del fenómeno “estereotipo del cubano”.
No se trata de un rechazo hacia “toda cultura alimentaria que no tenga entre sus principales platos el potaje, el bistec de puerco, la pizza y los espaguetis”, como ha dicho el autor del artículo. En primer lugar esto es una preferencia y no es correcta la utilización de los términos “cultura alimentaria”. Las tradiciones de los pueblos se llevan hacia otros lugares y se siguen practicando por un conglomerado de hombres que comparten elementos comunes. No solo se traen dichas tradiciones, sino que se insertan y se mezclan con las de otros pueblos. Es necesario detenerse en los conceptos contemporáneos de comunidad y de transculturación.
Cuando cualquier extranjero visita o se establece en otro país sigue con sus costumbres, aunque adopte otras inherentes a su nuevo lugar de hábitat, esto es algo generalizado, no hay que ser cubanos, aunque cuando se pretende atacarles solo vemos su lado oscuro. Para los cubanos resulta más agradable comer frijoles negros y carne de cerdo que mezclarse con ciertas recetas del arte culinario, que incluyen el cuero, la guatita, el mote con chicharrón, las fritadas, los cayos, las patas de pollos y hasta los intestinos de vacunos.
De los modales y el comportamiento en la mesa, si bien es cierta la poca habilidad para el manejo de cubiertos y el desconocimiento acerca de su utilización según la circunstancia, no es algo exclusivo de los cubanos actuales. En ciertos países de Suramérica parecen constructores, que con palas en ambas manos embisten sus mezclas. El cuchillo se queda en la mano derecha, cediendo su función de cortar a la de empujar los alimentos. La forma de emplear el tenedor resulta indescriptible por estos medios, lo ideal sería un video. Estos constructores no son cubanos, pudieran ser de Macondo, y no solo utilizan de forma incorrecta sus cubiertos, sino que carecen de esa cultura alimentaria a la que se hace referencia.
Por ciertos lugares solo se piensa –lo poco que se piensa– en comer, y se come mal. No se tiene idea del orden de las cosas al servir. Si de cultura alimentaria se trata, esto es un fenómeno de carácter mundial y los cubanos no tienen por qué cargar también con esta cruz. Téngase presente el alto índice de obesidad y sobrepeso asociado a trastornos del colesterol y triglicéridos y a enfermedad hepática grasa en Estados Unidos y muchos países de Latinoamérica, pero quienes lo padecen prefieren gastar en sus Omegas y Hepalive antes de cuestionarse si su alimentación es adecuada.
Respecto al vestir, nos hemos caracterizado siempre por la elegancia y la preocupación por nuestra imagen. A pesar de las carencias materiales y del poco acceso a la información, lo que limita aspectos de la moda y sus tendencias, los cubanos nos distinguimos por el buen gusto, lo que va unido a la imagen corporal, por cuanto, el cuerpo es motivo de cuidado, a diferencia de los de Macondo con sus panzas, su baja talla y hasta su caminar descuidado. Si hay algunos que, de forma extravagante, se han decidido por ciertas formas y estilos, tal vez influenciados por ciertos patrones pseudoartísticos de baja categoría, esto no ha de ser motivo para generalizarlo y agregar más males a los que ya tenemos los cubanos.
Por Macondo y sus cercanías también se grita, se gesticula exageradamente, se emplean frases y palabras incorrectas. Las adulteraciones del lenguaje son un fenómeno de carácter universal, pero si los que quieren atacar a los cubanos prefieren verlo como algo regional, parecerá que los términos y dicharachos de ciertos cubanos son cosas exclusivas de ellos. El autor ha utilizado la frase: “mientras el palo va y viene, no nos queda otra”, (…) que dicha por un cubano en su cotidianidad no es de las peores, pero en un artículo periodístico es irreverente. Si desde estos medios utilizamos cosas así, no estamos contribuyendo a hacer algo por rescatar esos buenos modales y cosas del lenguaje que, sin duda, existen, pero no son una generalidad.
No somos “genuinos frutos de un accidente antropológico”, somos el resultado de la deformación en todo sentido, provocada por un régimen social que decidió barrer con el pasado y se llevó sus tradiciones, su cultura, sus hábitos, sus normas y sus costumbres. El “hombre nuevo” que proponía el naciente sistema surgía del populismo, crecía en el populismo y ha de morir en el populismo. Sepultar a ese “hombre nuevo” es misión de aquellos que educamos, no solo desde las aulas y cátedras, sino desde la palabra escrita o dicha y esto no lo lograremos con las críticas desenfrenadas y despectivas hacia aquellos, que no son los responsables del fenómeno social, sino su consecuencia.