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‘Esto no es noticia, es contrarrevolución’

Protesta de cubanos que solicitan visas para viajar a Ecuador

cubanos-embajada-de-ecuador-6PABLO PASCUAL MÉNDEZ PIÑA

“¡El dinero, pinga!”, se escuchó y sobrevino una gritería. Le sucedieron chillidos confusos y los manifestantes lo mismo aplaudían que abucheaban. Era lunes 30 de noviembre y  una multitud cercana a las 500 personas bloqueaban la intercepción de la 5ª Avenida y la Calle 40, en Miramar, escribe Pablo Mendez en Diario de Cuba.

La muchedumbre reclamaba dinero por aquí y solicitaban visas por allá. Desde el cordón policial que protegía el acceso a la embajada ecuatoriana, alguien hablaba a través de un megáfono, pero solo escuchábamos un bisbiseo ininteligible. “¡No se oye, no se oye! —vociferaban desde la multitud—. ¡Que venga el embajador, queremos hablar con él!”

Decenas de teléfonos móviles grababan vídeos sobre las cabezas de los presentes. La prensa extranjera irrumpió con cámaras y micrófonos. Algunos periodistas de los medios oficiales merodeaban y desde el molote algunos exclamaban: “¡Prensa, prensa, quiero hablar, quiero hablar!”

Una joven de ojos azules obtuvo la primicia: “¡Señores, ya los funcionarios mandaron a decir que nos van a dejar pasar. Ahora debemos desocupar la Quinta Avenida!” “¡No vamos a desocupar ni cojones —respondieron desde la multitud—, que dejen el descaro, y pongan las visas por delante como prometieron!” Un joven negro con una rutilante y dorada dentición solicitó el micrófono para decir: “¡Aspiramos a largarnos en paz. Por favor, ruego al excelentísimo señor embajador que nos otorgue la visa!”

En ese instante noté que la batería del móvil se agotó y los rayos solares no me permitían verificar la calidad de las fotos tiradas. Entonces decidí buscar mi cámara y mi grabadora. Monté en mi bicicleta y salí disparado. Al regreso, ya los protestantes se había tranquilizado, pero la 5ª Avenida aún permanecía cerrada al tránsito.

Saqué la cámara e hice algunas fotos. Solo me restaba recoger varias opiniones y marcharme. De súbito alguien dijo: “Pablo Pascual Méndez Piña, guarde la cámara y acompáñenos”. Al mirar, dos oficiales de la policía política vestidos de civil estaban a mi lado.

Salimos de la zona en conflicto. Después de solicitarme que borrara las fotos, uno comentó: “¿Por qué te buscas problemas?” “Soy periodista independiente”, respondí. “Y una multitud de 500 manifestantes que para el tráfico en 5ª Avenida es un evento noticioso”. A lo que uno de los guardias ripostó: “Esto no es noticia, es contrarrevolución.”

Durante el tiempo que les entregaba el carnet de identidad, otro oficial me verificaba a través de unwalkie talkie. Uno de los segurosos se encargó de declamar algunas partes de mi biografía  y comentar el contenido de algunos de mis artículos, esforzándose en ponerme la capa de “súperchequeado”.

Llegó el patrullero, acomodaron la bicicleta en el portamaletas, ocuparon mis pertenencias, me esposaron e introdujeron en el carro. “¡Directo pal calabozo!”, dijo el jefe. Y aquel Geely blanco rotulado con el 666 —el número de la bestia— devoró el tramo de pavimento que nos separaba desde 3ª y 40 a las calles 7ª A y 62, adonde se encuentra la unidad de investigaciones criminalísticas del municipio Playa. Por la planta indicaron que yo estaba detenido por orden del teniente coronel Camilo.

Me quitaron las esposas y me condujeron al umbral de los calabozos. Allí me dijeron que vaciara mis pertenencias sobre un buró. Una teniente coronel de la contrainteligencia preguntó por mis generales, las anotó en un formulario y al concluir inquirió: “¿Chico, tú no oíste lo que dijo el Gobierno?”, y respondí: “Me interesaba tanto lo que dijo el Gobierno, como lo que dicen los cubanos que protestan en 5ª Avenida”.

La teniente coronel salió fortuitamente por otros asuntos. Timbró mi móvil y una oficial de la policía me dijo: “cógelo”. Era mi esposa. Le revelé que estaba detenido en  7ª A y 62. Al colgar me sentí más tranquilo. La teniente coronel reapareció y me ordenó apagar el móvil. Más tarde, un oficial se encargó de inventariar mis pertenencias. Luego, un policía comentó que mi esposa estaba en la carpeta preguntando por mí. Me sorprendió su capacidad de reacción.

Calabozo

A la una de la tarde me condujeron al calabozo. Solo había uno disponible y, en él, había dos detenidos, a quienes sacaron en apenas 20 segundos. La celda tenía una superficie de 48 metros cuadrados y 5 metros de puntal. La única ventana, apenas tenía un metro cuadrado.

Había un banco de granito estrecho y pegado a la pared, era incomodo tanto para sentarse como para acostarse. No había baños. El piso estaba sucio y había un fuerte olor a orina. Las paredes estaban llenas de rótulos, nombres, apodos, “SATS”, “UNPACU”, “Abajo Raúl”. En las afueras se escuchaba el ir y venir de automotores, voces, gritos.

Trate de dormir pero no lo logré. Ignoraba que mi esposa estuviera en el edificio hasta las 7 y 30 de la noche esperando por informaciones mías. Ella sostuvo un encontronazo con Kenia, la antes mencionada teniente coronel, que desde entonces me trató con resentimiento.

Cuatro horas más tarde sentí una apertura de rejas. Introdujeron en la celda a Manuel Guerra Pérez, un colega de Cubanet, que también fue interceptado por la policía política en los alrededores de la embajada ecuatoriana.

Asomaron para ofrecernos comida y agua, respondimos que estábamos plantados (huelga de hambre). El agua la traían en un jarro mugroso y por ello la rechazamos. El inodoro estaba en otro calabozo, era de acero inoxidable y en su totalidad cubierto por una costra de excremento seco.

Un instructor me sacó de la celda. Me condujeron a un recinto, donde mesa por medio nos sentamos. El instructor lucía una sortija masónica del tamaño de una nuez y un pulso con dos esferas en las puntas. Usar prendas con uniformes militares, en otros tiempos, constituía una indisciplina, pensé.

Nos cuestionamos mutuamente. Él afirmaba que no ocurrió un hecho noticioso en el lugar donde fui detenido y, yo, que sí. Pasé a la ofensiva y le pregunté: “¿Tú eres periodista?”. A lo que respondió: “No, soy un oficial”. “Entonces, si no eres periodista, por qué afirmas lo que no sabes”. Él quedó en silencio.

Después indagó sobre las propiedades de la cámara, grabadora y teléfono móvil que me ocuparon. Le respondí que fueron comprados en Madrid y allá entregan vales de compra, no propiedades. Respondió: “Allá dan propiedades también”. Volví a la ofensiva: “¿Tú has estado en Madrid?” Respondió: “No”. “Y, si no has estado en Madrid, ¿por qué cuestionas lo que no sabes?”. Cerró la boca.

Redactó con rapidez una nota, que según él, era mi declaración. Traté de leer, pero no pasé de la segunda línea —así reacciono ante las malas redacciones— y le dije que no. El oficial se incorporó, salió y buscó a dos oficiales, que no estuvieron presentes durante el interrogatorio, pero firmaron como testigos tras mi negativa.

Me llevaron de vuelta a los calabozos, por el camino bebí agua de un lavamanos chorreante y pude apreciar que afuera estaban parqueados al menos una decena de furgones jaulas para reprimir a los protestantes de la embajada ecuatoriana. Con un vistazo a los alrededores, deduje que este sitio era el Estado Mayor de la probable operación represiva.

Después nos interrogó otro oficial. Más afable, más comprensivo. Su objetivo era convertirnos en traidores —como los informantes Serpa Maseira o Capote, alguna vez infiltrados en grupos de la sociedad civil cubana—, e insistió en que más adelante, nos sentáramos en un parque a conversar, en otra ocasión. Ante las negativas, dijo “dejar abierta la posibilidad”.

En varias ocasiones los oficiales pidieron la contraseña de mi móvil. Me negué rotundamente. Su sistema de seguridad fue instalado durante un viaje que efectué a Trinidad y Tobago. El crédito de este sistema de protección consistía en que los especialistas del FBI habían tardado dos días es descifrarlo. Y, pensé: vamos a ponerlos a prueba con una enigma.

La madrugada de los travestis

A media noche sacudimos rejas y llamamos al guardia para pedir colchones. El oficial regresó con la teniente coronel Kenia, quien autorizó los colchones a regañadientes. Después pedimos un pomo de agua, y a gritos —única forma de comunicarse— se nos respondió que el jarro mugriento era la única opción.

Sobre dos colchonetas de espuma de goma nos acostamos en el piso. No recuerdo cuándo concilié el sueño, pero sí que desperté sobresaltado por los gritos y las patadas en las rejas. Cuatro travestis fueron introducidos en el calabozo y su escándalo se multiplicaba por la reverberación.

Aparecieron Kenia y otros oficiales. Los travestis los mandaron “pa la pinga”, a ellos, “a La Pinta, La Niña y La Santa María”. Las plumas estaban por encima de las estrellas, las barras y los uniformes. Vimos cómo Kenia tuvo que replegarse con el rabo entre las piernas, exclamando: “Mi responsabilidad son esos dos”, refiriéndose a nosotros.

Los travestis amenazaron con desnudarse, cagarse, llenar las paredes de mierda y mearse (esto último sí lo hicieron). Dieron patadas a las rejas al unísono, y aún no me explico cómo no rompieron el candado.

Llamaron al oficial para ir al baño porque uno de ellos, recientemente operado de cambio de sexo, estaba sangrando. El guardia dijo que la única opción era el baño cochino, y la respuesta fueron más obscenidades y patadas a las rejas. Durante varios minutos los travestis llamaban a un “superior” o “político” que nunca apareció.

Las pausas y arremetidas se alternaban. Lo mismo gritaban que cantaban con estridencias la canciónAmigas, imitando coreográficamente a Elena Burke, Omara Portuondo y Moraima Secada.

Luego grabaron un vídeo donde protestaban por la discriminación. Por las acusaciones de “jineterismo” por parte de la policía. Hablaban del CENESEX como si fuera la catedral de San Pedro del Vaticano y la beatificación de Santa Mariela [Castro] de los transformistas.

Temíamos reírnos. Existía la posibilidad de que se acomplejaran y nos agredieran. Un rato después, se relajaron y conversaron con nosotros. Nos presentamos como periodistas, les contamos nuestra odisea, y luego nos prestaron un móvil para que Mario llamara e informara a su novia sobre nuestra situación.

Los travestis continuaron gritando y danto patadas en las rejas, hasta pasadas las 4 de madrugada, cuando los sacaron de la celda. Mario y yo coincidimos en que todo fue un montaje. Regresó la tranquilidad, pero quedaron las emanaciones de amoniaco, procedentes de la charca de orines.

La salida

Sacudimos las rejas. La peste a orina era insoportable. Vino otra oficial, echaron agua y una sustancia blanca antes de barrer. Pasadas las 11 de la mañana, me sacaron de la celda y buró por medio con la teniente coronel Kenia, procedieron a entregarme mis pertenencias. La cámara y grabadora quedaron ocupadas por la Seguridad del Estado.

Me extendieron un acta de “libertad con causa” por el delito de “receptación”, a consecuencia de no justificar la procedencia de los artículos de marras. Me negué a firmar. También le dije a Kenia “que la escena de los travestis quedó fenomenal” y soltó un alarido desgarrador, justificando que las travesti se alteraron, porque nosotros teníamos colchones y ellos no.

Un teniente coronel con más ética y profesionalismo me propuso un trato: Si revelaba la clave del móvil, me lo devolverían. De lo contrario lo ocupaban. Acepté. Me trasladaron al vestíbulo de la estación. Después vi a Mario Guerra salir con el bolso vacio. No pude hablar con él, pero conjeturé que también le ocuparon su cámara y su computadora portátil.

Los peritos que examinaban el móvil tardaron cerca de tres horas. Luego de salir llegué a un quiosco para tomarme una cerveza y calmar la sed, una angustia que soporté durante 26 horas de encierro. Sobre la bicicleta desanduve el camino hasta la Calle 7ª y 42, donde aún permanecía el aparatoso cerco policial.

Al llegar a la casa, como siempre, el primero en recibirme fue mi perrito Figaro. Acaricié su cabeza para saludarlo. Su nombre trasmutado a símbolos, fue la clave que no pudieron descifrar.

Written by @diariodecuba

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