in ,

Atrapados

Son miles, en Panamá y en Costa Rica, y también en Guatemala, Colombia y México. Comienzan muchos su viaje en Ecuador, y aunque ya le han cortados sus «alas» siguen fluyendo, en esa marea humana que los acomoda y los atrapa.
«Atrapa», es la palabra que, en cierta forma, define la vida del cubano desde que nace, crece, vive su vida de pionero, que es una vida de secuestro, y se convierte en este joven que escapa para seguir atrapado en esa red invisible de conflictos, intereses, poder.
Somos como esas mariposas que persiguen y atrapan los niños con las manos, o con las pequeñas redes que inventamos en nuestros juegos infantiles. Colores que revolotean y vuelan como papeles vivos. Solo que esta vez son almas humanas, con voz, historias que contar, alegrías y descalabros, sentimientos e incertidumbres.
 Me gusta ver sus rostros. Tratar de descubrir, más allá del sinuoso y maltratado perfil, el detalle que desnuda un carácter. Tal vez un tatuaje escondido en la esquina de una mano, o en el hombro, o el gesto torcido de algún suspicaz pensamiento. El brillo de una mirada, un gesto espontáneo, el doblez de una mano al saludar o decir adiós. Los rostros, la gestualidad, el contorno del cuerpo y la figura muchas veces hablan más que las palabras, tienen un lenguaje propio, profanador de secretos y dobleces.
Pero hoy no quiero cuestionar el contorno de esas miradas, las curvaturas de esos labios, la inclinación de una nariz, las arrugas o la línea profunda que traza la incertidumbre en esos rostros, porque todos hemos cruzado esa barrera que definen naciones, países, pertenencias, y que también catalogan vidas en la humana escala de los universos.
Quieren cruzar hasta «el primer mundo», pensando que están «en el tercero». Y se marchan.
La razón porque escribo es precisamente la razón de la marcha, porque a veces nos escapamos de algún lugar, de un espacio temporal que ocupa nuestro cuerpo en la geografía parcial del mundo, y seguimos quedándonos donde mismo estamos, perteneciendo al mismo espacio del que se escapa. Porque estamos atrapados.
¿Se lo ha preguntado alguna vez?
Un niño recuerda su escuela, el uniforme inmaculado con una pañoleta blanca y azul, que en algún momento se transformó «en roja», no recuerda cuándo ni por qué. Recuerda el día en que la maestra habló del «kilo de azúcar» que debíamos todos «donar» a Chile porque un hombre al que llamaban Allende necesitaba nuestra mano generosa, la de todos nuestros hogares, incluida la diminuta ayuda de su manita. Le pareció entonces esa pequeña red de dedos que atrapaban mariposas en las tardes de verano, en vacaciones o en muchos domingos con sus amigos, como extensiones invisibles de una enorme jaula herrumbrosa de hierro. Fuertes, tozudas, hacendosas y útiles. El niño que tenía dentro se le convirtió en gigante y se lanzó a buscar su kilo de ayuda. Se lo dijo la maestra, y la maestra era ese oráculo sagrado de las verdades inmutables. Y él se lo dijo al padre, a la madre, a la abuela, al tío que no creía mucho en las palabras de las maestras, al amigo, al hermano menor, al risueño vecino que le sonreía con sorna el gesto sublime. El quería llevar su «kilo de azúcar» para Allende.
Y se lo tuvieron que poner en su bolsa, junto con sus libros, sus lápices, el pequeño sacapuntas verde y la goma de borrar con olor a fresa, un olor que desconocía en la fruta pero que se le hacía familiar entonces, por esa diminuta goma.
Esperó encontrar en la escuela a los otros niños con «su bolsa» y «su kilo», para descubrir con tristeza el desengaño de que solo él la llevaba allí, escurrida y orgullosa entre sus libros y cuadernos. ¡Cuánto quiso gritarlo a todo el mundo! ¡Y que todos aplaudieran la pequeña y diminuta hazaña!
Tampoco la maestra preguntó por ella. El oráculo de las verdades inmutables ese día guardó silencio. Y llegó la tarde, la hora de regresar a casa y abandonar la escuela, y nadie preguntó por aquel kilo de ayuda en azúcar para una personita necesitada que se llamaba «Allende».
Un regreso triste, encorvado en la humillación aplastante de su grandeza disminuída, paralizada. Le entregó a la abuela la bolsa con todo, lápices, goma de borrar, sacapuntas verde, libretas bien forrradas con revistas «Bohemia», cuadernos de tapas duras, colores y su bolsa, su pequeño embalaje pesado de deshonra. No le quiso decir que «aquel kilo» permanecía allí, entre todas esas cosas. Pero ella lo supo, y le pasó aquella mano cálida que transmitía más que un sentimiento, palabras susurrantes de milagrosos y medicinales consuelos.
Desde entonces teníamos un «kilo» menos de azúcar, no en la escuela, en nuestras casas. Cada mes.
¿Se acuerda alguien de esa historia y de ese niño?
Desapareció la esperanza en creer las palabras de la maestra, en la maestra, en los mayores que hacían discursos y tomaban decisiones por él, por su familia, por muchos.
Se sintió atrapado en una red invisible, como las mariposas que el perseguía cuando era verano y volaban entre la escuela y la casa. Colores que permanecían secuestrados por sus manos, pomos transparentes con agujeros en las tapas de metal o de tela de mosquitero. El también era esa mariposa.
Así están estos cubanos. Todos los hemos estado, en una trampa de la cual no somos la consecuencia, sino su propia causa. Se marchan y quedan en las redes de los mismos de donde se marcharon.
Alcanzan a cruzar la frontera entre el «tercer» y el «primer» mundo, y siguen atrapados.
Un pasaporte, un cuño o una estampa. El silencio o la voz. La actitud o la hipocresía. La ambigua vanidad de ceder el espíritu que nos hace únicos ante la divinidad de la vida.
Estos niños que se hicieron mayores y salieron a cazar mariposas a algún otro lugar para terminar por ser cazados ellos mismos, atrapados en ese frasco de cristal, marcados con la letra que la bestia decidió escribirles con su dedo indeleble sobre su piel.
Desde esa edad tierna hemos estado marcados, secuestrados, amarrados a la red de una voluntad anónima, suprapersonal, supranacional, supraracional. Marcados por consignas, paradigmas de comportamientos y muchedumbres, una sicología que ha modelado como un estigma el pensamiento y las reacciones humanas, dondequiera que estemos y mostremos nuestros colores.
Somos una isla de mariposas atrapadas en su red. Frascos volátiles humanos en el entresijo de naciones. Luciérnagas minúsculas sin luz nocturna con qué mirar y atrapar sus diminutos insectos con qué sobrevivir.
No es extraño que hoy manipulen al vecino para que cierren las puertas de su casa. No es extraño que presionen a cualquier otro para que exijan un ticket de entrada a su propia casa. No es extraño que, con el cinismo de la propia araña,declaren la «bienvenida», el regreso de los extraviados en camino al «primer mundo». No es extraño que acusen de las causas a otros y pretendan ser sus consecuencias.
Las tragedias, los dramas humanos, las crisis humanitarias y los problemas del movimiento global de personas pueden tener un trasfondo universal. Nadie los niega.
Nadie niega la pobreza en Africa, ni las guerras en Siria o en el oriente cercano. Nadie niega el hambre y las carencias humanas de muchedumbres que se hunden en el abismo de la muerte. Pero tampoco se puede negar las corruptelas, los desgobiernos, la miserable ansias de poder eterno en escasas manos, el desprecio de la voluntad de la mayoría, o la propia manipulación de esa misma voluntad por un interés de control político. El populismo no es más que la manipulación de las voluntades ajenas de mayorías para establecer los paradigmas propios de las voluntades de una minoría.
Es la historia del niño con su «kilo de azúcar» para Allende

¿Cuánto más hemos de vivir atrapados? ¿Cuánto más de vida reclamará la red invisible de la araña? ¿Cuántas más mariposas quedarán incoloras en su frasco?

Written by jmartin

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

El peligroso paseo del tigre

Muere en México el hombre más obeso del mundo