Por Lynn Cruz
HAVANA TIMES — En silencio, sobre una pantalla negra: “Cuba es un país socialista de la América Latina insular, donde el Estado es el dueño mayoritario de los medios de producción con el objetivo de garantizar el bienestar de todos su ciudadanos”. Así da inicio el documental El Tren de la Línea Norte, de Marcelo Martín.
La película es un viaje que comienza en la estación de Morón, hasta Punta Alegre. El tren, desde su fundación, es prácticamente el único medio de transporte que conecta a esos territorios. Se detiene en Falla: poblado con una especial conexión con el autor, ubicado en el municipio de Chambas, de la provincia de Ciego de Ávila.
Alcohol, peleas de gallos, azúcar, ron, cadáveres de ganado y edificaciones ruinosas, imágenes en un montaje impresionista engloban el resto de la historia. Martín realiza un viaje en busca del paraíso perdido. Examina en los distintos lugares del pueblo, ahora desconocido para él, pero vivo en la memoria de su infancia.
Esta obsesión es, quizás, su mayor enemigo, pues en el empeño de hacer la denuncia, teme no ser entendido y aparece la necesidad de explicar con palabras, lo que las imágenes ya están revelando por sí solas. La cámara penetra, se adentra en los espacios y en sus actores: los pobladores de Falla.
En el pueblo la gente termina de recoger y de limpiar los restos del carnaval. Martín va despojando las máscaras de alegría y festividad. Ahora es el extraño quien busca respuestas en sus personajes, en los que se quedaron. El regreso a casa, pero con la distancia del lente.
Hay en este documental una necesidad imperiosa de rescatar la memoria colectiva de Falla. Distintas generaciones muestran sus modos de padecer un mismo problema: el olvido. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué han desaparecido las edificaciones antiguas? ¿Por qué el teatro ya no existe? ¿Por qué el estadio de pelota quedó convertido en potrero? ¿Por qué nadie se ocupa de arreglar el cine, único espacio en pie, dedicado a las actividades culturales?
Pequeñas vidas atrapadas por el abandono y la desidia. Rodolfo, uno de sus personajes, expresa: “La casa se quedó sin dueño y la gente se empezó a llevar los ladrillos”. Refiriéndose a la casa del antiguo dueño del central. “Antes el pueblo era muy vivo”, se lamenta Juan Antonio, joven informático. “Ahí en ese parque había un hotel”, recuerda Chayo, anciana de 80 años. “La biblioteca fue como una sede de talleres de artes plásticas, de teatro, pero ya después no sé cómo, todo eso se nos fue de las manos” rememora Milagros, la bibliotecaria.
Ahora bien, Martín hace una ruptura y lleva la denuncia un poco más allá. Ha dejado de hurgar en el pasado, para concentrarse en la dureza de los márgenes del pueblo, la población afro descendiente, la más desfavorecida, expresando, además, el deterioro moral, la falta de oportunidades. “Falla se ha quedado sin hombres, todos están presos, matando vacas” manifiesta El Pichón, un joven exconvicto.
¿A quién le corresponde hacer trabajo social? ¿Qué pasó con los trabajadores sociales que protagonizaron la “Revolución energética” por todo el país? Muchas interrogantes sobrevienen, mientras se escucha a sus habitantes. Martín hace una especie de pesquisa, y poco a poco se adentra, no solo en los problemas, sino en sus causas y en sus responsables.
Las principales fuentes económicas en Falla: “Azúcar, alcohol, ron y ganadería”. En un montaje paralelo se muestran las pocas opciones de empleo que tienen los habitantes, mientras se intercala con lo que van diciendo los personajes. El efecto de ese montaje, la sensación que provoca, es de acorralamiento. Las condiciones en que viven es producto de la incapacidad que tienen estas empresas no solo para generar empleos, sino para satisfacer las necesidades reales de la población.
Una tormenta irrumpe: “El carnaval”, de este modo se introduce el deterioro de las viviendas, y de los espacios culturales, a causa del tiempo, la desidia y los huracanes. El individuo versus sistema, presente desde Memorias del Subdesarrollo. Poco a poco llega a una verdad superior, que la corrupción verdadera no está en la base, sino en los ejecutivos, tanto los del Consejo municipal del Partido, como los de las empresas del Estado.
Este fenómeno que parece aislado, nos lanza otro cuestionamiento. ¿Por qué no hay transparencia en las empresas estatales? Si el socialismo pone al ser humano en el centro, ¿cómo se ha llegado a un extremo tan deshumanizante como el que viven los pobladores de Falla? Vidas atrapadas hoy, con la promesa de un mañana que no llega. El tiempo de los seres humanos es finito: “El momento es ahora”.
“Esta afectación que ustedes ven ahí, es la misma afectación que tiene el central Varona, a causa del ganado, más de mil hectáreas”. “Cuando tú vas a ver a un dirigente, no te resuelven el problema, agachan la cabeza como el gato y viran para atrás”. Este es el testimonio de un campesino acogido al decreto 259 de entrega de tierras en usufructo.
En la medida que profundiza y descubre, Martín se mezcla aún más con sus personajes, tomando partido en la historia. Al principio solo lo hace con Chayo. La desesperación en la gente se torna sobrecogedora. La pérdida de la fe en el Estado, presente tanto en los que trabajan para él, como en los que no. El descrédito por la falta de derechos y el desbalance con respecto a los deberes crean el descontento, la amargura.
Una road movie con música que recuerda al oeste, imprimiéndole un tono irónico. Contaminación, insalubridad, forman parte de lo cotidiano del pueblo. Episodios cada vez más oscuros, involucran a los sectores de poder, y continúa la investigación, que recuerda a ratos las de Michael Moore en sus documentales, demandando la atención de las autoridades implicadas en las denuncias y filmando como estas no dan la cara.
Chayo sintoniza la radio al principio de la película. Casi al final se repite el gesto, retomando el mismo tema que nunca terminó. La radio la conecta con lo que está más allá de los límites y de las fronteras. Es un símbolo de libertad. Así El Tren de la Línea Norte se va despidiendo del pueblo, de sus personajes y de los espacios habitados por ellos. Ese pareciera el final.
El autor quiso ser fiel al recorrido del tren, así que retoma la línea férrea y se dirige a su último destino: “Punta Alegre”. Contemplamos ahora, la desolación frente al mar. Dejamos detrás al lúgubre Falla, y lo que encontramos no es mejor. Las palabras sobran.
La imagen cuidada, la espontaneidad lograda en los personajes, son otros valores presentes en la muestra. Una película incómoda, que denuncia. Al espectador le queda impotencia, desconcierto, El Tren de la Línea Norte ha mostrado una cara invisible.