NEW YORK, Estados Unidos (Cubanet).- Santiagueros y santiaguinos. Lo que cambia aquí es el gentilicio porque ambas poblaciones saben muy bien temerle a los temblores, ya que entienden que pueden ser el preludio del terremoto, el padre de todos los temblores.
Estos últimos días, Santiago de Cuba ha pasado a ser noticia de primera plana debido a una serie de sismos que han trastornado la vida de la provincia.
“Hemos dormido varios días en la calle”, me dice Cari, amiga cubana a quien conozco desde hace años.
“Todo comenzó el domingo 17 (…) Estaba durmiendo bien profundo cuando sentí que la cama se me movía, como si Mima me estuviera tratando de despertar. Pero era un remezón más fuerte (…) Salimos juntas con los niños a la calle y vimos que todo el barrio se encontraba en lo mismo (…) Desde ese domingo llevamos varios días sentadas afuera y solo entramos –con miedo porque la casa es vieja– a buscar algo que comer y para ir al baño de vez en cuando.”
Hasta el momento de escribir esta crónica se habían registrado en las provincias orientales más de medio millar de temblores, 31 perceptibles. Las magnitudes han variado en la escala Richter y los epicentros han sido localizados a unos 40 kilómetros al suroeste de la Bahía de Santiago de Cuba, a una profundidad promedio de cinco kilómetros, según la información de expertos del Centro Nacional de Estudios Sismológicos.
Santiago de Chile
Entiendo perfectamente el temor que se tiene por los temblores porque, como chilena, los he vivido. Comprendo el desbalance extraño que se siente en el segundo antes de gritar: “¡¡¡temblor!!!” y salir corriendo de la casa o el edificio hacia el exterior, buscando un lugar seguro.
Desgraciadamente, los chilenos pagamos caro el vivir en ese país hermoso, lleno de paisajes de ensueños, bajo la incertidumbre de no saber nunca cuándo realmente va ocurrir el terremoto.
Los temblores los tenemos casi a diario, a todo lo largo de nuestro angosto territorio nacional, en toda la gama de las escalas Mercalli y Richter.
El terremoto más grande de los últimos tiempos lo tuvimos el sábado 27 de febrero de 2010 y alcanzó una magnitud de 8,8 en la escala de Richter. El epicentro se ubicó en el mar, frente a las localidades de Curanipe en la provincia vitivinícola del Maule, de donde es mi familia.
El sismo tuvo una duración máxima de 4 minutos en las zonas cercanas al epicentro, y más de 2 minutos en la capital. Déjenme decirles que un minuto es eterno, cuando está temblando.
En Nueva York, al conocer la noticia del terremoto, tratamos infructuosamente de saber de la familia, y también de amigos lejanos pero que están muy cerca en el corazón.
Tuvo que pasar un día y medio para saber que todos estaban bien y que mi familia había estado “arriba en la cordillera” pescando en la laguna del Maule, en vacaciones de fin de semana.
El resto de la población no fue tan afortunada y pueblos y ciudades enteras se vinieron abajo con la fuerza del terremoto. Las zonas más afectadas fueron las regiones de Valparaíso, Metropolitana de Santiago, O’Higgins, Maule, Biobío y La Araucanía, que acumulan más de 13 millones de habitantes, cerca del 80 % de la población del país.
En las regiones del Maule y el Biobío, el terremoto alcanzó una intensidad de 9 en la escala de Mercalli, arrasando con gran parte de las ciudades y el puerto de Talcahuano. El centro de las ciudades de Curicó y Talca colapsó y su casco histórico quedó destruido en su totalidad.
Las víctimas fatales llegaron a un total de 525. Cerca de 500 mil viviendas resultaron dañadas, con un total de 2 millones de damnificados.
Fue la peor tragedia natural vivida en Chile desde 1960.
Se agregó al drama un fuerte tsunami, que impactó las costas, como consecuencia del terremoto, destruyendo varias localidades ya devastadas por el impacto telúrico.
Debido a errores e indecisiones por parte de los organismos encargados de enviar la alarma del tsunami, no se alertó a la población del maremoto, que ocurrió 35 minutos después del enorme sismo. Ahí es donde se produjo la mayoría de los casos fatales, porque la población no fue alertada y no huyó a los cerros o sitios elevados, sino que se quedó en la costa.
El archipiélago de Juan Fernández, pese a no sentir el sismo, fue impactado por el violento tsunami que arrasó con el único poblado existente, San Juan Bautista. Como dato curioso, la isla más grande que quedó arrasada, sirvió como inspiración en el siglo pasado para que Daniel Defoe escribiera la famosa novela Robinson Crusoe.
El Centro de Alerta de Tsunamis del Pacífico generó pocos minutos después del terremoto una alerta para el océano Pacífico, que se extendió posteriormente a 53 países ubicados a lo largo de gran parte de su cuenca, llegando a Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, la Antártida, Nueva Zelanda, la Polinesia Francesa y las costas de Hawái.
Este terremoto fue impresionante y está considerado como el segundo más fuerte en la historia del país y el octavo más fuerte registrado por la humanidad. Sólo es superado, a nivel nacional, por el cataclismo del terremoto de Valdivia de 1960, el de mayor magnitud registrado por el ser humano mediante sismómetros. El sismo chileno fue 31 veces más fuerte y liberó cerca de 178 veces más energía que el devastador terremoto de Haití ocurrido el mes anterior y la energía liberada superó varias bombas atómicas, como la de Hiroshima en 1945.
Cultura sísmica
Los chilenos, desde que nacemos, sabemos que “puede temblar”. Es parte de nuestra cultura.
Ustedes pueden ver a mis compatriotas en un café. Viene un temblor y se detiene la taza que se está llevando a la boca a medio camino. Si hay lámparas, se mira si están oscilando… Si no sigue temblando se continúa como si nada hubiera pasado.
Mi abuela, por las nohes no iba a la cama sin antes inspecionar la casa y quitar todos los posibles obstáculos del camino, “para salir arrancando”, si así era necesario.
Era costumbre, si había un temblor, pararse en el dintel de la puerta de salida a la calle esperando ver “si iba a seguir temblando”.
Recuerdo que cuando estaba embarazada con mi hijo mayor, “me pilló” un temblor fuerte en Santiago, en un séptimo piso. Como en esos casos no se puede utilizar el ascensor, me quedé esperando que dejara de temblar, mientras todo el edificio crujía y se bamboleaba. Cuando paró, bajé yo temblando, lentamente hacia la calle.
Los cubanos que viven en Chile ya están habituados a los temblores. Conversando con el doctor Juan Afonso -quien vive en la sureña ciudad de Talca y es una eminencia en medicina infantil- me decía: “Angélica, en estos más de 20 años por estos lares, me he acostumbrado a los chistes y los temblores”.
Hay un sismógrafo natural en todos los chilenos, que se lleva en los pies y se siente cuando vibra.
Los animales son los primeros en percibir cuando va a haber temblores y es así como la gente de campo sabe que los caballos, perros y gatos se vuelven inquietos antes que ocurra un sismo.
Muchas veces, se siente en la atmósfera y es clásico de los chilenos el mirar el cielo y ver señales que otros no pueden advertir; y decir resignado: “¿saben?, parece que va a temblar…”