Diario de Cuba He sido un noctámbulo tranquilo al que le gustaba deambular con otros que no lo eran tanto. Aunque mis primeras jornadas ocurrieron en las madrugadas de los 60, en compañía de elementos de los Grupos SPACE y del ya disperso El Puente. El primero era de artistas plásticos nucleados alrededor de la hoy injustamente olvidada pintora Loló Soldevilla, entre otros Jaime Bellechasses, su amigo Dámaso, el poeta Israel Horta y su novia Lorraine, y algunos otros.
Hacíamos noche en la cafetería del sótano del hotel Nacional, de ahí bajábamos para el Malecón, por donde llegábamos al Prado. Entrábamos en La Habana Vieja. Ya para entonces no funcionaban los cafés ni los cabarecitos y prostíbulos. Era la austera década del “hombre nuevo”, y la vida nocturna había que inventársela. Terminábamos la caminata de madrugada, comprando cartuchos de pastelitos baratísimos y calientes en las dulcerías clandestinas del Barrio Chino. Luego nos dispersábamos en Cuatro Caminos y volvía a mi casa con la sensación de haber tomado parte en una transgresión.
Me casé, estuve apartado de esta bohemia algunos años y cuando me divorcié, en 1972, el retorno fue a un mundo diferente. Aquel grupo de los 60 ya no existía. Jaime estaba preso por “diversionismo ideológico”, otros se habían marchado del país. Israel Horta era funcionario y tenía una motocicleta con sidecar asignada, José Mario se había ido a España y también se había ido de Cuba el cineastaRoberto Fandiño, cuyas imitaciones de Sarita Montiel en el Malecón eran antológicas.
Esta vez el punto de encuentro eran la cafetería de la Funeraria Rivero y el parquecito de Calzada y K, de las diez de la noche en lo adelante. En la cafetería se colaba durante toda la noche el mejor café de La Habana. Allí fuimos agrupándonos casi sin proponérnoslo expresamente, un numeroso grupo de jóvenes escritores y artistas.
Era la época hoy oficialmente conocida como “quinquenio gris”, según la bautizó el crítico Ambrosio Fornet, tomando como referencias el funesto Congreso de Educación y Cultura de 1971 y la creación del Ministerio de Cultura con el Dr. Armando Hart al frente. Aunque un reciente libro del hijo de Fornet, Jorge, procura reducir aquella etapa a un límite cronológico aún más estrecho —El 71—,hay que recordar que fueron los años del diversionismo ideológicoy de las parametraciones, que prácticamente destruyeron la vida cultural del país. Yo prefiero llamarla por el apellido del oscuro teniente que la encabezó, el Pavonato.
Nuestro nuevo sitio de encuentro había adquirido cierta celebridad en los años de mayor efervescencia en el Vedado de los hippies, cuando, durante uno de los diarios velorios oficiales, había surgido entre los familiares del difunto el rumor de que los jóvenes, pacíficamente congregados en el parquecito, iban a secuestrar el cadáver para practicar un exótico rito. La respuesta que les dictó este pánico fue disparar al aire algunas ráfagas de AKdesde la escalinata de la funeraria para dispersarlos. Pero estos espectáculos no eran la tónica del lugar.
El grupo reunido allí era informal y numeroso, contaba con artistas plásticos que empezaban a alcanzar renombre, como Flavio Garciandía y Eugenio Blanco Ludovico, junto a otros que lo serían, como Julio García “Pirosmani” y Arturo Cuenca Sigarreta. Había un joven, Jessie de los Ríos,tempranamente consagrado por su participación en el Salón de Mayo de Paríscelebrado en La Habana en 1967.
Entre los aspirantes a escritores sobresalían Nicolás Lara; Benjamín Ferrera; Juan Miguel Espino García, autor ya de algunos excelentes relatos; Esteban Luis Cárdenas; Junquera, un prosista camagüeyano de envergadura; el periodista, también camagüeyano, Roberto Ponciano, poeta y promotor cultural; su inseparable Paulo Pozo; los poetas Jorge Yglesias, Emilio López Alonso, “El Dingo”, Delfín Prats y Eddy Campa Bacallao; y los prometedores narradores Jorge Domingo Cuadriello, Benigno Dou y Ramón Díaz Marzo, luego periodista independiente.
No faltaban los actores, como Juan Ángel Espasande, Norberto Rojo y el santiaguero Aldo. Casi todas las noches pasaba por allí, rumbo a su cercano apartamento, el genial Vicente Revuelta. El guionista y crítico musical Armando López era habitual.
En realidad, no deámbulabamos, excepto del parque a la cafetería y viceversa, hasta alrededor de las doce de la noche, hora de partir hacia la heladería Coppelia. Conversábamos incansablemente, intercambiábamos noticias y nos leíamos los unos a los otros lo que escribíamos.
En la oscuridad de aquellos años, la funeraria Rivero fue un oasis salvador para nosotros. Sin embargo, pese a algunos esfuerzos, nunca pudimos fomentar ni un samizdat ni un grupo underground contestatario.
Luego vino el tsunami de 1980 y aquel grupo se fragmentó. Reinaldo Arenas, en Miami, prefirió denominar a su revista Mariel. Yo permanecí en Cuba y el parquecito es hoy la plaza donde se congregan los miles de aspirantes a emigrar hacia Estados Unidos.