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El regreso del cubanito viajantín

Rogelio Manuel Díaz Moreno

Con los colegas frente a la catedral de la Ciudad de Panamá.

HAVANA TIMES — No tan rápido como uno desea estas cosas, pero por fin los planetas volvieron a adoptar la alineación necesaria para que cierto criollito volviera a oler ciertos aires, lejanos del terruño natal. Y volví a vivir momentos poco frecuentes, simpáticos tanto como estresantes, de los que tal vez valdría la pena rememorar alguno que otro.

No vamos a entrar en todos los detalles, ni los previos al viaje ni otros propios del viaje mismo. Por una parte, sería abusar demasiado del gentil lector o lectora, proclives a aburrirse. Por otro, cuando uno tiene intenciones de repetir la experiencia, ciertas discreciones son sabias.

La razón de esta excursión al mundo exterior consistió en aprender, de la mano de la empresa suministradora, el manejo de complejos programas para planificar tratamientos de radioterapia y radiocirugía, en proceso de instalación en mi hospital.

El entrenamiento tendría lugar en la localidad de Crawley, localidad al sur de Londres, en la vieja Inglaterra. Por la relación con la capital británica, es así como San José de las Lajas con respecto a La Habana, salvando una distancia de unos cuantos millones de libras esterlinas.

Según la advertencia de Wikipedia, nos esperaría una temperatura promedio de 2 a 3 grados Celsius, máximas de 7 u 8, mínimas de 3 o 4 bajo cero. Esta vez el criollito no andaría solo, pues contaría con la distinguida compañía de un colega, otro físico del hospital Hermanos Ameijeiras, y una doctora del propio Instituto de Oncología.

Atrás dejamos a un atolondrado neurocirujano, que estaba planificado para viajar con nosotros, pero sufrió un desdichado percance el día anterior a la salida que le frustró su viaje. Y como el criollito es este servidor, voy a dejar la bobería esa de hablar en tercera persona.

El azaroso itinerario comenzó con una lección (más) para personas como yo, empecinadas en mantener un infructuoso ateísmo, en este país nuestro tan real y fascinantemente maravilloso. Previamente al viaje, nuestro clima llevaba no menos de dos meses de malos tiempos, frentes fríos, lluvias interminables, y hasta penetraciones del mar, sin un solo día del maravilloso sol del que nos enorgullecemos por acá –al menos en las propagandas para el turismo.

Podría ser el casco de Panamá o de La Habana.

Pues bien, ¿se acuerdan que el papa católico, Francisco, y el ortodoxo, Kiril, decidieron tener una reunioncita acá en La Habana, el día 12 de febrero, justo en el aeropuerto José Martí? Las oficinas correspondientes coordinaron con quienes había menester, los santos Isidro, Cirilo, Metodio y Bárbara o Changó, y tal cita histórica y religiosa, que coincidió con el día de nuestra partida, contó con una preciosa mañanita despejada, soleada y con una suave brisa; tiempo que no se había visto acá, en ningún día transcurrido hasta entonces durante este año de 2016.

Por la planificación del viaje, haríamos una primera escala, de una noche, en Panamá. Inmediatamente después del despegue, parecía que los pilotos de nuestro avión no tenían una idea muy precisa de hacia dónde dirigirse.

La nave tomó primero, muy decididamente, rumbo directo al triángulo de las Bermudas. Luego, aparentemente, recapacitaron y, tal vez para ganar alguna referencia sólida, empezamos a volar a lo largo de la Autopista Nacional, también conocida como Las 8 Vías, pero mucho más arriba. Yo tengo mis razones para visitar Santa Clara, pero no creía que fuera el momento. Casi llegando al kilómetro 259 [1], más 10 de altura, por fin nuestra águila tomó rumbo sur.

En el momento oportuno, el capitán anunció que llegaríamos pronto. Casi enseguida sentimos el cosquilleo ese en los estómagos que refleja la rápida pérdida de altura. La protección meteorológica divina no se extendía, evidentemente, hasta nuestro primer objetivo.

En esos momentos, entre nosotros y la superficie se extendía una cerrada capa de nubosidad. Había elementos para sentirse nervioso. ¡El istmo es tan estrecho! No se veía nada, nadita. ¿Y si, al atravesar las capas de nubes, descubríamos que nos habíamos pasado o no habíamos llegado todavía?

Afortunadamente, en tierra firme nuestra tripulación se orientaba mejor que en las islas. Después de atravesar la nubosidad, todo apareció justo donde debía estar. Panamá y su capital, y su canal, y el bulto de barcos haciendo su cola para pasar. Uno de esos barcos avanzaba a toda máquina y se le veían todas las intenciones de colarse.

Aterrizamos. El aeropuerto aquel tiene su magnitud y sus vueltas. Algunas de las barreras, de esas de postes unidos por cintas, se ponían laberínticas. Ea, creo que ya pasamos por aquí; o hasta del tipo banda de Mobius –ea, creo que ya pasamos por aquí ¡pero ahora estamos de cabeza! Al fin, entre el azar y seguir a los que parecían más conocedores, recorrimos aquello y no nos perdimos.

Costó trabajo convencer a la funcionaria de migración que nos dejara entrar, pues solo sabíamos que una persona de la empresa nos debía esperar fuera, pero solo teníamos un nombre, sin teléfono ni dirección. Al final, entre cartas de recomendación y seguridades de la dichosa empresa –aunque sin direcciones panameñas–; pasaportes oficiales cubanos y visas del Reino Unido, convincentemente estampadas; más un concienzudo interrogatorio, nos dejó pasar.

En tan breve escala vimos, como era de esperar, apenas unos fragmentos fugaces del país, por más que nuestros cordiales anfitriones se afanaron por darnos los paseos más interesantes en el corto tiempo disponible.

Recorrimos el casco viejo de Panamá, que se da un aire al de La Habana. Sentimos ese calor tan parecido al de Santiago de Cuba. Nos convencimos de que las calles allá son tan abigarradas como las de Camagüey.

Un cubano allá tiene condiciones para sentirse como en su país. Tanto la doctora como yo hicimos funcionar nuestras queridas cámaras fotográficas a derecha e izquierda. Guardamos, por tanto, las impresiones de edificios patrimoniales, iglesias, las ventas de los artesanos, los vistosos rascacielos…

En el inevitable canal me llamó la atención las graciosas locomotoras que arrastran los navíos. Como los barcos casi no caben, y las locomotoras no siempre se ponen de acuerdo, les dan tirones y los hacen chocar contra un lado, luego contra el otro, y los pobres deben llegar al otro océano, todos magullados. Y del hostal Casa Margarita, donde nos dieran una atención tan amable, como para que me queden ganas de hablar bien de ellos en cualquier parte que venga a cuento.

 

[1] Donde se produce el desvío de la Autopista para entrar a la ciudad de Santa Clara.

 

Written by Havana Times

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