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Mami ¿Qué será lo que quiere el negro?

Cartón1600La gente en la calle, que no necesita la confirmación de un programa oficial ni de itinerarios aproximados, dice que Barack Obama llegará a Cuba este lunes a bordo del avión presidencial, el Air Force One que han visto en las películas; que una vez aquí se moverá en su limosina blindada de 8 toneladas y más de un millón de dólares, y que no dormirá en el Hotel Nacional ni en Habana Libre, “porque si no, ya hubieran movido a los turistas para otro lado”.

Es lo que tienen los acontecimientos trascendentales y completamente inesperados, que provocan una ola de espasmos. Como la visita del Papa Juan Pablo II, por ejemplo, que en 1998 vino a descongestionar las relaciones entre la isla y la Iglesia Católica, tensas durante décadas; pero ni la presencia del Papa polaco, ni después la del alemán, ni hace apenas meses la del argentino, han desconcertado tanto a los cubanos como la visita del segundo presidente norteamericano en toda su historia como nación y el primero en casi 60 años de gobierno revolucionario.

Suponer hace algunos años que las relaciones entre Cuba y su archienemigo histórico se restablecerían hubiese sido poco menos que un sacrilegio. Demasiada hostilidad, demasiadas tiranteces, demasiado discurso álgido. Pero suponer que un presidente yanqui —y que no se tome el apelativo como una ofensa— recorrería las 90 millas de norte a sur para pasearse dos días por La Habana, hubiera sido una escena más digna de Hollywood que de esta especie de película que es la vida real.

Porque Calvin Coolidge en La Habana de Gerardo Machado, en 1928, no era nada del otro mundo; pero Barack Obama en La Habana de la Revolución, ya es otra cosa. “Otra cosa” para la cual los cubanos, al menos la parte de los cubanos que conozco, no estábamos preparados.

La suerte nuestra —¿o debería decir: nuestra desgracia?— es esa capacidad para restarle importancia a los asuntos más serios, para tomar en chanza lo que nos debería preocupar, que ahora mismo tiene a media isla sacándole lasca a la visita de Obama en los parques que se pintan, en un Estadio Latinoamericano cuyo remozamiento pareciera librar una carrera contrarreloj, en las redes sociales de Internet y hasta en el interior de los hogares, ese espacio de intimidad donde quizás se estén dando hoy los debates ideológicos más encarnizados y donde hace días escuché una frase que es más bien un clásico del choteo: “Obama viene a Cuba, ¿viste? Pero, mami, ¿qué será lo que quiere el negro?”.

Ante una pregunta como esa, tan hilarante como tremendamente grave, una tiene que reírse y, después, sacar las cuentas elementales: la gente alberga expectativas, ilusiones, fe en que este acontecimiento mejore la economía nacional; pero, sobre todo, la gente tiene el olfato curtido lo suficiente como saber que nada, absolutamente nada, es tan fácil como parece.

Obama no vendrá aquí a disculparse por los daños que el bloqueo nos ha ocasionado. No lo ha hecho hasta hoy en ninguno de los discursos en que se ha referido a Cuba después del 17D. Ha dicho —y eso se ha encargado de dejarlo claro— que están dejando atrás un enfoque anticuado que durante décadas no les ha servido para concretar sus intereses y que no deben seguir haciendo lo mismo y esperar un resultado diferente. Como decimos del lado de acá del estrecho: ¿verde y con puntas? Guanábana.

El suyo es un acercamiento peculiar: abre embajadas y mantiene los programas destinados a “empoderar” la sociedad civil, que es como ellos llaman a financiar la subversión; saca a Cuba de la lista de países que patrocinan el terrorismo, pide al Congreso que elimine de una buena vez ese fósil de la guerra fría que es el bloqueo y, sin embargo, lo cumple con una inflexibilidad de libro al multar por miles de millones de dólares a las empresas que intentan vulnerarlo.

Hay que reconocerle, no obstante y sin que nos ciegue la pasión, que ha sido valiente. No lo digo yo, que del tema sé lo mismo que el resto de los cubanos: apenas la punta del iceberg; lo ha dicho el propio Raúl Castro, que el presidente número 44 de los Estados Unidos es un hombre honrado.

Por menos de lo que él ha hecho en relación con Cuba, a John F. Kennedy lo acribillaron en Dallas sin que pudiera terminar su mandato, según elucubran algunas teorías conspirativas de los propios norteamericanos. Aquel es un país de fundamentalismos, de pretensiones mesiánicas, donde lo mismo se dan Donald Trump que Bernie Sanders.

Que puede hacer mucho más es algo que también está claro. Potestad tiene, de hecho, para desmontar el bloqueo de a poco, excepto cuatro limitaciones codificadas en ley: la prohibición a subsidiarias de Estados Unidos en terceros países a comerciar bienes con Cuba; la prohibición de realizar transacciones con propiedades norteamericanas que fueron nacionalizadas en la isla; el impedimento a los ciudadanos estadounidenses de viajar hasta aquí con fines turísticos y la obligación a pagar en efectivo y por adelantado por las compras de productos agrícolas por parte de Cuba en mercados del vecino norteño. De ahí en fuera, lo que el presidente firme.

Es, de hecho, lo que ha venido haciendo con los paquetes de medidas que han flexibilizado la aplicación del bloqueo pero que, por su relativo alcance, aún no se traducen en mejoras ostensibles de las relaciones comerciales para ninguna de las dos partes.

Más allá del panorama altamente improbable de McDonald’s abriendo sucursales por el lomo de la isla, esa suerte de metáfora consumista con la que ilustran la apertura ciertos análisis a la tremenda, lo que realmente me preocupa es el nuevo escenario en su conjunto: Estados Unidos no como el antagonista irreconciliable, sino como el buen vecino que te tiende la mano y que, de paso, como quien no quiere las cosas, te inocula subrepticiamente su sistema de “valores”.

Quiero creer —y esto lo digo quizás para consolarme— que estábamos preparados para lidiar con el imperio más grande que haya existido jamás en el mundo en un plano de confrontación y que también lo estaremos para lidiar con él del lado de acá de la valla.

“Nos vemos en La Habana”, dijo Obama al confirmar su visita a Cuba y parece que sí, que en cuestión de horas el presidente norteamericano entrará en la historia de su país y del nuestro con un acto que tiene mucho de jugada maestra y mucho de kamikaze. Lo que en otros contextos han llamado quemar las naves.

Pero la gente en la calle, que hasta las acciones de pintura y embellecimiento de la ciudad de Sancti Spíritus se las ha achacado al viaje de Obama, no anda buscándole la quinta pata al gato y espera ver bajar por la escalerilla del avión —¿el Air Force One?— al único presidente norteamericano de las 11 últimas administraciones al que no le hemos gritado improperios en el tono más desafiante.

Al menos eso dice mi vecina de los bajos, que me esperó en la escalera el otro día para preguntarme lo que, hasta hoy, la tiene atormentada: “Si ya tenemos relaciones diplomáticas, si no hacemos tribunas abiertas para reclamarles cosas a los americanos, cómo le dirá Serrano en la televisión: ¿excelentísimo señor o compañero Obama?”.

Cuba profunda

Written by Cuba Profunda

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