(IPS Cuba).- Si no fuera por el Museo Hemingway, el municipio San Miguel del Padrón no figuraría en las rutas turísticas capitalinas, debido a su enclave periférico y a los arquetipos que no ven más allá de La Habana Vieja, Centro Habana, El Vedado, Miramar y las playas del este. Pero justamente allí, en un intrincado espacio de La Habana profunda, vivió una de las figuras más genuinas y trascendentes del arte cubano: Antonia Eiriz.
El nombre de Antonia Eiriz está inscrito a relieve en la historia de las artes visuales de la Isla, y su obra, como corresponde a su grandeza, está bien representada en el Museo Nacional, pero el conocimiento de la misma es insuficiente, incompleto, mutilado, igual que muchas de las criaturas salidas de su pincel.
La gran mayoría de los cubanos identifica a Antonia Eiriz casi solamente como la iniciadora y propulsora del papier maché porque ignoran el resto de su obra; quienes contemplan sus óleos en el edificio de arte cubano en Bellas Artes, todos realizados en la década de 1960, perciben la magnitud de su pintura y se preguntan qué vino después.
Realmente no es posible hacerse una idea cabal de la dimensión humana de Antonia Eiriz sin visitar el sitio donde nació y permaneció durante 64 de los 66 años de su vida, en el reparto Juanelo. Era una cita que habíamos pospuesto durante demasiado tiempo, a pesar de la cercanía del lugar.
La motivación adicional, el impulso para llegar hasta la Casa Antonia Eiriz lo proporcionó la exposición Puzzle, de Maykel Herrera, inaugurada el 1ro de abril, aniversario 87 del nacimiento de la artista, como homenaje personal del también pintor, dibujante y grabador camagüeyano.
En las obras de la muestra, creadas con técnica mixta, hay una intención lúdica que recuerda, sesgadamente, a la Eiriz, sin acudir a la estética expresionista y el humor negro que le eran afines, sino dentro de un humor pícaro y reflexivo, mezclando símbolos, objetos y personajes en los que asoma cierto velo de ternura.
El lugar de la Casa que funciona como galería era parte del espacio donde estaban las habitaciones de la vivienda de madera y piso cementado que ya no existe: fue demolida en 2001 por su lamentable estado constructivo y reconstruida en 2004. Por esa razón, la Casa Antonia Eiriz, perteneciente a la dirección municipal de cultura de San Miguel del Padrón, es un sitio patrimonial, no una casa-museo, según nos dijo su director, Jorge Luis Luzardo.
Además de Luzardo laboran allí otros cuatro profesionales encargados de impartir talleres de dibujo, pintura y papier maché en la comunidad, igual que lo hacía Eiriz.
La estrecha calle de Pasaje 2da, donde está ubicada la Casa, es humilde, como todo su entorno. Antonia fue la hija más pequeña (sexta) de un matrimonio de emigrados españoles y su nacimiento ocurrió en la antesala de la década de mayor penuria económica en la Isla, en pleno gobierno de Gerardo Machado.
Nada sabemos de los esfuerzos y sacrificios conque cursó estudios de pintura, dibujo y grabado en la academia de San Alejandro. Grande debió ser su vocación para sortearlos y graduarse en 1957.
El resto de los sucesos de su vida durante los años cincuenta incluyen su matrimonio con el pintor Manuel Vidal, el nacimiento de su hijo Pablo, y sus estrechos vínculos con la vanguardia artística cubana; con varios de sus miembros compartió las primeras exposiciones colectivas.
En el decenio siguiente tienen lugar los acontecimientos más relevantes de su trayectoria artística: premios importantes, reconocimientos internacionales, exitosas muestras personales, y la creación de las obras que la consagraron, incluso la inmortalizaron, pero, al propio tiempo, gracias a las cuales –vaya paradoja– fue demonizada.
En las palabras escritas en el austero catálogo de su exposición personal “Pintura/ensamblajes”, de 1964, su amigo Hugo Consuegra expresó: “…la pintura de Antonia Eiriz es una aleación de patada y trompetilla, pero en una dosis tan aguda, descarnada, desprovista de adorno y concesiones que se hace casi intolerable para el espectador, o mejor dicho, para el espectador que solo gusta de ser halagado, entretenido, edulcorado”.
Y continúa Consuegra: “Antonia pinta para condenar; si ahonda en el dolor (…), si nos arroja a la cara la ridiculez, la vanidad y la crueldad, es porque no se resigna a que el hombre haya de ser ridículo, vanidoso y cruel”. Luego, anticipándose a los cuestionamientos que llegarían más tarde, señaló: “Su pintura no es arte de negación, sino de compasión. Su mensaje, afilándose y acidulándose en el humor –un humor más que negro, prieto, cochambroso–seguirá los caminos de Rabelais, Voltaire, Bertold Brecht”.
Eso es lo que conforma el fondo de su pintura expresionista, a contracorriente del discurso celebratorio, afirmativo, que reclamaban los ideólogos del poder en el arte cubano por esos años.
Junto a los cuadros que expresan el dolor y juegan con la muerte, Eirizexpone sus ensamblajes, que son la continuación ideotemática de su pintura: similares contenidos desde formas diversas, adelantándose notablemente a lo que vendría años después: los objetos esculturados y las instalaciones. En esos ensamblajes está el humor irreverente, iconoclasta, desafiante, transgresor, tan caro a la generación de los ochenta y la siguiente.
Pero esa irreverencia de Antonia molestaba y un docto Torquemada la lanzó a la hoguera en 1968, a propósito de su obra “Una tribuna para la paz democrática”, calificada nada menos que de contrarrevolucionaria. La frase del censor cayó como una lápida sobre la artista y se le cerraron los caminos.
En los setenta, Antonia se refugió en la enseñanza del papier maché, que comenzó en el propio Juanelo, lo que la coloca como una adelantada de los proyectos culturales en la comunidad. “Arte del pueblo” le llamó. A esa labor pedagógica se entregó durante muchos años. Por ella fue reconocida, celebrada, pero su obra más personal enmudeció.
Cuando, lejos de su tierra, en 1993, la energía creadora renació en ella, su tiempo en esta tierra llegó a su fin apenas dos años más tarde; la muerte, a quien tanto había representado, la vino a buscar.
Nunca sabremos cuánto hubiera seguido evolucionando la obra de Antonia Eiriz, si no hubiera sido truncada en pleno crecimiento, pero lo que sí se conoce es la fuerza de su legado y de su leyenda; en ellos está viva como nunca jamás imaginaron sus censores.