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Carbón o desidia

Carbón o desidia

Por J. J. Miranda/ OnCubaMagazine Era pobre, como la mayoría de los de su edad en el pueblo. Se llamaba Joel y vivía en Sandino, el último municipio de Cuba. O el primero, según se mire. Terminó el noveno grado con notas excelentes y ganó su matrícula en el IPVCE Federico Engels, adonde iban los mejores alumnos de Pinar del Río, el futuro de la ciencia o de las letras, el futuro en fin.

Ese mérito enorgullecía a una familia enorme distribuida en dos casas, separadas por un portal; con dos cocinas donde se hacía la modesta cena para una gran mesa común. No era precisamente la comida lo que daba energías para vivir.

Su madre hablaba dondequiera de los logros del “niño”, así una vecinita comenzó a mirarlo con otros ojos, más allá de la amistad. Danita sería la primera experiencia de noviazgo para Joel. Su poca ropa, la misma en noches de apagón bajo las estrellas o en el paso de escalera de su casa, debía estar, por lo menos, limpia siempre.

Pero era tiempo de vacaciones y en agosto se acercaban las fiestas populares, no podía dejar que el tiempo le pasara por encima sin generar algún ingreso. La linda Danita soñaba con pasearse de la mano con él y disfrutar del jolgorio con respaldo monetario incluido. En ese momento pediría permiso a sus padres para afianzar los lazos con Joel ante el pueblito.

Ese horizonte bastó para que Joel llegara a un acuerdo con su abuelo: “Mira Pipa, si como tú dices podemos hacer un horno en veinte días, yo me interno contigo en la finca y hacemos un dinerito para la casa y para poder salir yo a los Carnavales con la novia, ¿qué tú crees?”

Y el viejo Caro soltó: “El problema es que usted no sabe ni agarrar un hacha, tendría que enseñarlo y eso lleva un poco más de tiempo, vaya, quizá hasta veinticinco días. Y lo otro es que usted no tiene valor pa´ estar tanto tiempo en el monte sin su madre que lo malcría como si no fuera el hombre tarajayú que es”.

Había que tomar una decisión importante, era carbón o desidia, la gloria tiznada o la limpia derrota. El muchacho aceptó el desafío y convenció a su madre de que no iba a pasar nada malo. Cada tres o cuatro días ella debía mandarle un dulcecito o un pomito con hielo, porque en “El Miedo” –como nombraban a las tierras del viejo Caro- no había luz eléctrica para un refrigerador. El piso del bohío era de tierra, lo conformaban una pequeña cocinita detrás, el espacio para dos literas en el centro y un portalillo donde ponían los yugos y las monturas para protegerlas del sol y el sereno. Detrás había un viejo marabú que daba una sombra tupida, allí debajo conversaban el abuelo, Romero y Cholo, dos veteranos sexagenarios que integraban con Caro el tridente de hombres de trabajo más poderoso del mundo, o por lo menos eso pensaba Joel.

Campesinos. Foto: Raúl Cañibano
Campesinos. Foto: Raúl Cañibano

El primer incidente traumático ocurrió en el viaje a la finca. En los días lluviosos de finales de julio, Asabranca, la yegua de Romero, se había olvidado de lo profundo que era un charco y las consecuencias fueron nefastas: se volcó la volanta con los tres pasajeros y todos los pertrechos alimenticios para 15 días de estancia en el monte.

Romero y Caro no paraban de maldecir a cuanto santo invocó el mal genio, hasta el panteón griego cogió blasfemia aquel día.

Después de salir del charco y tratar de rescatar lo que tuviera salvación, comenzó a caer una lloviznilla, como si San Pedro tomara venganza. Otro bloque de improperios subía de la tierra a las nubes. Así llegaron al rancho.

El abuelo se bajó y tomó en sus manos una tinaja de barro que se suponía llevaba agua. Por tapón tenía una tusa de maíz (el cilindro blanco donde crecen los granos); lo quitó y elevándola al cielo para que la gravedad hiciera lo suyo se le vio ingerir una sustancia acuosa pero espiritual.

Hizo un sonido desde su garganta como si ardiese, y ya en un tono más distendido le dijo a su compañero de trabajo: “Bah, no nos quejemos tanto, Romero, al material no le entró ni una gota de agua”.

La “guarfarina” o “chispetrén” era una bebida destilada del azúcar moreno que venía por la libreta. Tomarla era un agrego de valor y resistencia ante lo imposible, ante lo absurdo entre tanta escasez.

Esa parte de los pertrechos no la sabían ni la abuela ni la madre de Joel; aunque la inferían, porque el viejo a veces llegaba un poco contento cuando caía la noche en el pueblo.

“Bueno, pues esto es lo que hay”, pensó el muchacho. Cholo, que se había incorporado a la reunión bajo el “aromo” (como le decían al proveedor de sombra), le sugirió: “Acuéstese, compadre, que lo que le espera mañana es triste”, y se sonreía junto a los otros dos.

El muchacho siguió el consejo y vistió el colchón de guata con una sábana blanca que le había dado su madre y que no ya volvería a ser blanca jamás. La primera noche no hubo baño. Detestaba dormir sin su almohada y a eso se le sumaba la carrera con obstáculos de un par de ratones en el techo de guano. Fue difícil alcanzar el sueño, apenas cerró los ojos comenzó a pensar en Danita, en los carnavales de Sandino, en la cara de sus amigos, la gloria…

***

“Arriba, levántese que ya son las cinco y hay bastante trabajo”, con recia voz lo arrebataba Caro del sueño. “Vaya a buscar los bueyes y enyúguelos, que no se le olvide darle agua en la lagunita; enganche la rastra y me llama cuando esté listo que hoy vamos a cortar leña. Usted aprende o yo me quito el nombre”.

Joelito sabía muchas cosas del campo, no era su primera vez en El Miedo, aunque sí el primer swing con el hacha, ya eso era cosa de gente mayor, con experiencia.

Caoba y Carbonero sangraban por las nalgas, a los pinchazos de una vara que llevaba un clavo en la punta, el acto cruel para llegar al cayo de monte con la “fresca” o las primeras luces del día. Llenar una rastra de leña no era fácil, pero el abuelo desde los 11 años mantenía a su familia en el cabo de San Antonio cortando leña, en el capitalismo, por solo 25 centavos al día, sin vacaciones ni escuela. Decía que lo único que lo hacía feliz en aquellos tiempos eran la sonrisa de María y Don Ramón, sus padres, y las peleas de gallos, la manera de olvidarse de todo. Con las leyes de Fidel, decía, había adquirido tierras propias y mejor sustento para la familia. Caro había sido de una célula del 26 de Julio en Cayuco, un pueblo a la entrada del Cabo, lo más parecido al oeste que tiene Cuba.

“Agarre el hacha y primero fíjese cómo yo lo hago. El corte -paaaff sonaba la muerte del marabú- debe ser chanfleado, hay que ponerle fuerza paaaff y técnica. Ella va paaaff largando los trozos paaaff hasta que llegas al corazón, quítate paaaff que esta ya casi va pa´l piso”.

Joel sale de peligro, se rasca el cuello que ardía de las picadas de santanillas, toma su hacha y comienza a cortar un marabú. Se le ocurre limpiar un poco la maleza del tronco y se pincha una y otra vez, dolor, comezón incomodidad; era trabajo duro de verdad. “¿Cómo Pipa se ha pasado la vida en esto?”, pensaba.

A duras penas logró tumbar su primer marabú. Ese día, de ocho que tendría que mandar al suelo, logró cuatro. No estaba mal para ser la primera vez. Imaginaba que su hacha era la espada de un Samurai, era lo más parecido a los cortes diagonales del abuelo. En el lugar que se separan los gajos del tronco se daba otro corte, esa madera también se aprovechaba, luego con el machete se quitaban las hojas verdes y las espinas.

La madera de Joel era deforme, mientras que la de Caro era toda recta como si el árbol fuese una estructura desarmable.

Cortando un tronco en el piso partió el primer cabo de hacha. Por suerte había más en el rancho. Cargaron la rastra y camino al plan del horno, el veterano atiborraba al muchacho con cientos de sugerencias de carbonero experimentado.

***

Foto: Raúl Cañibano
Foto: Raúl Cañibano

Otros tres cabos de hacha perecieron en manos de Joel en los siguientes diez días, hasta que el viejo dedicó una tarde a hacerle uno de aroma. Se sentó con un vidrio en la mano a darle forma hasta que estuvo bien liso. La mañana siguiente se lo dio y le dijo: “Ahí tiene, pa´ que parta este, a ver si usté es duro de verdá”.

En efecto, este cabo era resistente y flexible, y más bien lo rompía a él con ampollas en la palma de las manos y la yema de los dedos. Se sentían más en las noches, cuando empezaban a latir mientras él trataba de dormir.

Toda la leña estaba cortada en los primeros quince días, apilada y seleccionada en el plan. Era el momento de armar el horno, que se erguía como un gran cono hacia arriba.

Primero se clavaba un tubo de aluminio que se usaba en los regadíos de tabaco, como de tres metros de altura. Si se ponía de madera correría el riesgo de que el horno se viniera abajo a media quema. Luego los palos más pequeños desde la base se acomodaban como en las hogueras donde quemaban brujas en las películas, apuntando al tubo, rellenando cada espacio.

Dos días para armar la gran pira, otra jornada para echar paja y tierra y dar candela por lo que sería el cráter del volcán. La paja era el macío de los humedales que rodeaban El Miedo, previamente secado el sol. Desde Palo Blanco hasta Cayo Jobo había grandes extensiones de esta especie autóctona.

Con una pala se lanzaba la tierra negra desde abajo sobre la paja, se dejaba un espacio encima para encenderlo. Caro se subía por una escalera apoyada en los hombros del horno, echaba un galón de petróleo, se prendía un cigarrillo criollo y con el mismo fósforo iniciaba el fuego que carbonizaría la madera.

Esta parte era de menos trabajo, sobraba tiempo para ir a pescar biajacas criollas en las lagunas, que eran el plato fuerte de cada comida. Cholo cocinaba una receta que él mismo denominaba “chichalí”, un aporreado picante de pescado y jicotea aderezado con ajos, ajíes, puré de tomate, manteca de puerco y la fórmula secreta del picante que celosamente guardaba en una botella debajo de su cama, según él la luz no la dejaba curar bien. Era fuego; Joel decía que Cholo tenía al Diablo en una botella. Años después recordaría el olor a cachucha de cuando el “Chichalí” estaba en su punto exacto de cocción.

El plan estaba cerca del rancho, a unos cinco pinchazos en los pies según Joel. Cada madrugada después del tercer día de candela hacía una “boca”.

La boca es un derrumbe parcial que hace el horno por exceso de temperatura y para sofocarla se usaban unos troncos gordos de marabú, o cepas de plátano también, luego paja y tierra. Esta tarea era de Joel. El viejo miraba por la ventana, o en medio del sueño sentía el olor de la boca y llamaba al muchacho: “Ingeniero, levántese que el horno hizo una boca, arriba que se cae, mueva el curujey”, y él se levantaba descalzo adormitado y sufría los mismos pinchazos de la noche anterior.

***

Terminó de quemarse la leña hasta la base del horno y era tiempo de tomar el rastrillo en la mano y “despeinarlo”. Círculos concéntricos de carbón caliente son el resultado de muchos días de trabajo. Se acercaba la gloria de las dos “D”: Danita, dinero.

Comenzaron a echar el carbón en sacos con ayuda de Cholo y Romero. Joel sonreía a ver la cara del abuelo, y llena de surcos que le hacían los hilillos de sudor. Los ojos del anciano estaban casi cerrados, su sombrero y toda la ropa llenos de hollín, respiraba rápido y con dificultad, nada vencía su brío. Bien recuerda las arrugas del viejo, que estuvieron ahí desde que nació. Más allá de un cuerpo raquítico y el lento caminar, Caro era duro como tronco de marabú.

***

Fueron veintidós largas noches. Algunas veces Danita enviaba un papelito junto a los dulces de la madre. El horno ya estaba hecho, pero la llama en Joelito seguía prendida.

En una carreta enorme de cargar parrillas de tabaco rubio, que halaba el tractor de Cundo, se cargaron 103 sacos de carbón rumbo a Sandino. Pipa iba con el conductor y encima de la carga Joel respiraba los últimos aires del monte y antes de adentrarse en el pueblo, victorioso. Cada saco tenía el valor de 25 pesos y el joven hacía cuentas: “Si son 103 sacos, en total serían 2 mil 575 pesos; que Pipa me dé mil, guarde otros mil para él y lo demás que lo done para gastos de la casa… Esa debe ser la idea”.

Hora de la descarga en casa de Julio, quien luego revendía a 28 pesos cada saco. Observa cómo este le paga al abuelo en efectivo, el abuelo le paga a Facundo que los llevó hasta la casa. En el portal detiene al nieto, saca el dinero del bolsillo y le da 100 pesos.

Después de casi haber perdido 20 libras y lo mejor de sus vacaciones trabajando, Joel se sorprende y le suelta: “Pero Pipa, ¿tú nada más me vas a dar esto?”. El viejo, creyendo que era la mejor forma de ayudarlo, concluye: “Sí. Eso es lo que le toca, para que aprenda que la vida no siempre le va a dar lo que usté espera. Y no me vaya a llorar, que usté es un hombre. Cuando crezca más me lo va a agradecer”.

La madre salió a recibir a Joel en la entrada de la casa. Vio dos lágrimas como las del bolero famoso rodar por sus mejillas flacas, creyó que eran porque la extrañaba y lo abrazó muy fuerte. En la espalda de la señora una mano abierta. La otra apretaba con furia un billete de 100 pesos.

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