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Un día en la vida de los carretilleros

Jose, carretillero
Jose, carretillero / Foto: El Estornudo

A las 3 y 35 de la madrugada, José y Leo no tienen sueño. Han dormido lo suficiente para emprender el día. Visten un pulóver sucio de días anteriores –o alguno limpio y raído, que, entrada la noche, ya será el pulóver sucio de los días posteriores–, pantalón verde olivo de las fuerzas armadas y un par de botas. Las de José son cortas, de cuero, y le cubren los tobillos. Las de Leo son de agua, altas hasta las rodillas. Abren la puerta del apartamento, bostezan, bajan tres pisos por una escalera sinuosa de un edificio colonial de la Habana Vieja, y salen en busca de su carretilla para vender viandas, vegetales y frutas durante las siguientes dieciséis horas del día.

Parecen dos soldadillos de plomo que caminan juntos por las calles desoladas. A esa hora, La Habana es una ciudad sonámbula, distinta a la ciudad que estamos acostumbrados a reconocer. Un sitio raro, desierto, que asusta. Hay sombras y murmullos que no se sabe de dónde provienen. El boulevard de San Rafael es el lugar idóneo para confirmar el contraste. Lo que en pocas horas será un chorro incesante de personas yendo y viniendo, vendiendo y comprando, ahora es un pasillo largo y ancho al que se le puede ver las caries, las grietas.

En las afueras del boulevard hay un gato manoseando a un pollo muerto, envuelto en una bolsa de nylon. Hay tres mujeres, dos bicitaxis estacionados, algunas máquinas de alquiler en el cierre de su jornada de trabajo, y una patrulla de policía que se desliza suavemente por el Prado.

José y Leo atraviesan la calle Bernaza, cruzan Teniente Rey y avanzan un par de cuadras hasta llegar al parqueo de carros donde se guardan algunos bicitaxis y carretillas. Un anciano les abre la reja. Le pagan cinco pesos y le agradecen por cuidarle otra noche la carretilla. El chirrido insoportable de las ruedas oxidadas rompe el silencio de la madrugada.

Todo lo que José y Leo hagan de ahora en adelante, en cuanto avance el día, lo harán acompañados de la carretilla. Desayunarán, en las cafeterías más baratas, pan seco con picadillo desabrido o, en el mejor de los casos, con una minúscula lasca de queso fundido. Almorzarán en sendos pozuelos la comida que diariamente les prepara la novia de José. Tomarán agua en las botellas plásticas, embarradas de tierra, que guardan en una de las cajas de madera de la mercancía. Pedirán permiso en cualquier centro de trabajo para ocupar el baño, y volverán a casa a las ocho de la noche después de haber recorrido alrededor de seis kilómetros empujando 600 libras. No harán más que bañarse, comer y acostarse para volver a empezar.

Play. Level 1:

Veinticinco minutos después, a las cuatro de la mañana, José y Leo regresan por Bernaza, pasan Muralla, y llegan al agromercado de la calle Egido, que es donde la mayoría de los carretilleros de la Habana Vieja cargan la mercancía que luego venderán.

Leo, a la izquierda y José, a la derecha
Leo, a la izquierda y José, a la derecha / Foto: El Estornudo

El agromercado de Egido no está autorizado legalmente por el Estado a comercializar productos a carretilleros ni a cualquier persona que cargue mercancía al por mayor, esa función solamente la podía ejercer en La Habana, hasta hace muy poco, el mercado concentrador mayorista El Trigal.

Pero a las 4: 00 am, Egido es una feria de productos agrícolas. Un hormiguero insaciable de personas manejando fajos de billetes en la oscuridad, entre las columnas, con linternas y celulares que, junto a las luces amarillas de los camiones de mercancías, azoran la oscuridad.

Una muchedumbre se aglomera alrededor de cada camión, alrededor de los magnates que, con las cartucheras atravesadas de costado en el pecho, dictan el precio de las cajas y sacos de sus productos. Hay dos policías que miran el espectáculo pero que son eso, simples espectadores. José me aclara que “simplemente asoman su cabeza para intimidar y llevarse alguna tajada de la escena”.

Los camiones hacen fila para entrar por una rampa hasta el fondo del mercado, y en esa ordenada espera, comienzan a bajar y a vender la mercancía. Todo es oscuro, nada se ve, parecen mineros trabajando con sus linternas. La mayoría de las personas tienen el acento característico de los nacidos en el oriente del país. Hay un pequeño pasillo que es por donde único se puede transitar de un camión a otro, de la entrada al fondo, un pasillo estrechísimo repleto de estibadores que se ganan la vida en la madrugada transportando la mercancía de adentro del mercado hacia las carretillas.

José, que es el dueño del negocio, entra y compra los productos. Leo aguarda afuera del mercado echándole un ojo a la carretilla y organizando las cosas a medida que los estibadores van dejando las cajas y los sacos. Cuando la compra está completa, nos marchamos. En el camino nos cruzamos con más carretilleros que van dispuestos a la misma operación.

Pause.

En el 2010 el estado cubano aprobó una lista de actividades para el trabajo por cuenta propia y uno de esos renglones estuvo destinado a los carretilleros o vendedores ambulantes de productos agrícolas. La aprobación de esta licencia tenía como fin acercar los productos a la población, evitando la necesidad de ir a un mercado, así como facilitar una oferta durante cualquier hora del día.

Según la Oficina Nacional de Actividad Tributaria (ONAT), en el cierre del 2015 se contabilizaron 1777 carretilleros legales en las calles de La Habana. Otros tantos trabajan sin licencias.

José sacó su licencia en 2011 para trabajar como ayudante de un amigo que a la postre terminaría abandonando. “Era muy dormilón y no aguantaba las madrugadas”, comenta. Entonces quiso tener su propio negocio y comenzó a armar su carretilla. Buscó unos palos y unos listones de madera en una carpintería cercana, le zafó unas gomas a un sidecar viejo de una moto soviética y armó su medio de producción. “Mi carretilla es de las mejores de la zona, la he ido transformando, tiene buen rodamiento y eso me ayuda a no pasar tanto trabajo con el peso, hay algunas por ahí que son un Frankenstein andante”, dice.

Leo no tiene licencia.

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Foto: El Estornudo

Start.

La vuelta a los bajos de casa de José en Bernaza es mucho más lenta, la carretilla ya no avanza con facilidad, hay que empujarla con fuerza, incluso, a veces hay que hacerlo entre dos personas para que pueda rodar sin contratiempo. Aún así, la mole de metal y madera, con más de 600 libras de viandas, vegetales y frutas encima, camina a regañadientes, quejándose.

Ya son las cinco. Bajan del tercer piso los productos que quedaron del día anterior, y suben los que compraron para vender mañana. Limpian la mercancía, sobre todo el boniato y la malanga, barnizados de tierra. Le colocan las divisiones a la carretilla para separar el tomate del ají, las guayabas que valen dos pesos cubanos de las de tres, el plátano macho del burro, la berenjena del pepino, la cebolla del cebollino. Enganchan las jabitas de nylon a un costado de la carretilla para que los clientes las compren. Valen un peso.

A Leo no le gusta quitarle la tierra al boniato, dice que se embarra el pulóver y como único se cae esa tierra es con agua. José dice que hay que hacerlo, que hay que cuidar a los clientes.

A las 6: 02 am llega el primer comprador del día. Es una señora de unos cuarenta y tantos años que se dirige a su trabajo, económica de una empresa estatal. Está comenzando una dieta y compra unas guayabas. En cuanto la señora se marcha, un cubo de agua gris cae en la calle. No se sabe de cuál ventana salió. La Habana Vieja se está despertando.

Level 2:

Las sombras desaparecieron. El sol se cuela entre los edificios viejos con matas en los balcones. Las personas caminan en todas las direcciones, el sonido ambiente de la ciudad va subiendo poco a poco.

Es el inicio de las dos jornadas de trabajo en una, de las dieciséis horas ininterrumpidas, sin descanso. La madrugada es el calentamiento, a las 8: 23 am, después de desayunar, comienza el juego, la verdadera exigencia. “En esto se puede invertir un tiempo de la vida, no mucho más, es demasiado esfuerzo y las ganancias son mínimas”, dice José.

La gente pasa en su apurillo cotidiano y siempre miran hacia la carretilla, torciendo el cuello en la marcha, acercándose sin detener el paso doble, no importa si no le hace falta nada de lo que se oferta, si en casa el viandero y el refrigerador están llenos. Los cubanos han pasado la suficiente hambre en sus vidas y no hay cosa que los atraiga más que la comida. Los cubanos trabajamos para comer, vivimos para comer y soñamos con la comida. No existe un minuto que no se piense en garantizar el plato diario de la mesa.

Llega un señor y pregunta por el precio de las guayabas. Leo le dice. El señor toma una de tres pesos, la mira, la manosea, levanta la vista y tira la guayaba contra el suelo que explota como una granada y me embarra los pies.

–¡Hasta cuándo va a ser este descaro, qué se piensan ustedes! –grita irritado el señor.

Leo le va encima, se encaran. José interviene, no pasa nada.

–¡Todo esto es culpa de Fidel! –vuelve a gritar el señor y se marcha.

Todas las personas, las que compran y las que no, se quejan de los precios de José y Leo. Los tildan en su rostro de “careros, abusadores, de querer enriquecerse a costilla del pueblo”. A esto, José me contesta:

–Los entiendo, de verdad que tirando los precios de los alimentos contra los salarios salen bien altos, pero la culpa es del Estado. Soy un simple intermediario que compra la mercancía a un valor y le pone algo mínimo por encima para ganar, todo negocio es para ganar, no para perder. Si el estado tuviera más ofertas, la gente no se quejara conmigo.

José está acostumbrado a las ofensas, Leo no tanto, lleva poco tiempo trabajando. José es más sosegado, más flemático. Leo todo lo contrario, hiperactivo, con poca paciencia para lidiar con los clientes.

Carretillear por toda la Habana Vieja, lugar extremadamente turístico, los ha llevado a desarrollar otras dotes para ganarse la vida, hacen cualquier cosa para ingresar un peso más durante la jornada. Lo mismo cobran una comisión por cuidar el auto rentado de algún extranjero, que por sugerirles restaurantes a los turistas extraviados y ensimismados con la belleza empedrada de esta parte de la ciudad.

José pone en práctica su inglés de la calle y a todos los extranjeros que pasan les dice “hola, hola, hola, where are you from?” para convidarlos a comprar. Su cartuchera, colgada delante del abdomen, tiene una partición con monedas de varias nacionalidades: tres pesos cubanos con el rostro brilloso del Che Guevara, un billete austriaco de 1914. Todos los intenta vender o cambiar, los que más salida tienen son los del Che, que los cambia por 1 CUC.

Se acerca una mujer y pregunta los precios del tomate y la cebolla, valora y evidentemente, por los gestos de su rostro, les parecen muy altos. La mujer, de pronto, de la nada, sabe dios por qué, dispara una monserga sobre el valor del quilo, que en Cuba ya no existe y que el quilo es necesario porque hay cosas que en otros países valen 9.99 pesos, que si ellos no tienen cambio para fraccionar los centavos en quilos, y que si no tienen en cuenta eso, no saben nada de la vida, que son unos ineptos y que en el capitalismo se morirían porque nadie les compraría absolutamente nada.

Leo la encara. José vuelve a intervenir para que la mujer termine su perorata. La señora da la espalda y se larga.

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Foto: El Estornudo

Pause:

José quiso ser universitario pero solo llegó a graduarse de bachiller en un instituto pedagógico. “Llegué hasta ahí porque mis padres no tenían cómo comprarme un par de zapatos para ir a la universidad ni dinero para mantenerme esos gastos”. Antes de sacar su licencia de carretillero, trabajó en la construcción como ayudante albañil y de informático arreglando computadoras en el barrio. “Había semanas que no tenía trabajo y andaba sin dinero, no podía aportar nada en la casa, por eso me metí a carretillero”.

José le paga 4 CUC diarios a Leo por ser su ayudante. Leo, que es de Manzanillo, provincia Granma, quiere algo mejor, un trabajo más conveniente. No quiere dormir más en la sala de la casa de José y salir de madrugada a cargar sacos y cajas de productos agrícolas para ganarse la vida. “No quiero sentirme como un esclavo”, dice.

A sus 26 años, Leo abandona Manzanillo siete u ocho meses al año para hacer algo de dinero en La Habana. Cuando tenía solo seis meses de nacido sus padres se divorciaron y, en esa fractura, el padre de Leo recogió la cama donde dormía su madre y la cuna donde dormía él y se largó. Leo más nunca ha visto a su padre. “Se vengó porque mi mamá ya no quería estar con él”, cuenta. Tiempo después su madre encontró un nuevo hombre con casa en La Habana y se mudaron. Pero cuando Leo cumplió 15 años, el padrastro lo echó a la calle sin que su madre se percatara.

Tuvo que volver solo a Manzanillo. Matriculó en un técnico medio en Economía y pasó esos tres años comiendo, única y exclusivamente, un pan diario y una comida a la semana gracias a un vecino que los domingos le servía un plato con algo, cualquier cosa. Cada vez que llegaba de la escuela tenía que ponerse a trabajar, a cargar arena o escombros, para poder tener dinero y pagarse al día siguiente el transporte público y la merienda.

Leo recuerda que “el día de la graduación todos los alumnos estaban con sus padres, alegres, fui el tercer expediente del curso y cuando me llamaron para darme el título, el único que me felicitó fue el rector, no había ningún familiar mío”.

Luego trabajó de custodio, después se puso con un amigo a hacer losas y terminó de jardinero antes de regresar a La Habana a probar fortuna. “Tengo que hacer esto, nadie puede vivir del sueldo que paga el Estado”. Leo me confiesa que ha querido suicidarse, pero que no tiene valor, que quisiera tomarse algo bien fuerte que no le produzca dolor, algo que le cierre los ojos sin sufrimiento y le ponga un punto final a su “desgraciada vida”.

En una misma semana, Leo tuvo que ser operado de urgencia porque sufrió una hernia y un ataque de apendicitis. “No puedo hacer fuerza pero tengo que ganarme el dinero para vivir”. Pero eso no es lo que más le preocupa, lo que realmente no puede soportar es andar el día entero con tierra encima. “Con esta pinta ninguna habanera me va a mirar”.

No hay mujer que pase cerca de la carretilla a la que Leo no le piropee.

Start.

Casi al filo del mediodía, cuando la venta va cayendo, José saca su arsenal de pregones e intenta seducir a los clientes. “Mire señora, este tomatico está exquisito, dice Calviño que vale la pena. Venga puro, lo que usted quiera, el cliente siempre tiene la razón. Qué hay mi tía, cómo anda la Gente de Zona”.

Ya han caminado unas cuantas cuadras, se han movido bastante escondiéndose del sol y de los inspectores, a esta hora la estrategia idónea es encontrar una zona de bastante tráfico de personas. Antes de almorzar, sin percatarse, terminan estacionados justo delante de la casa donde nació Manuel Sanguily, patriota cubano de la guerra de independencia del siglo XIX.

Foto: El Estornudo
Foto: El Estornudo

Level 3:

Los carretilleros viven bajo el fuego cruzado de los inspectores estatales. Una porfía que se libra en cualquier esquina, en cualquier entrecalle. Una cruzada pensada desde el parlamento cubano, sin camuflaje, con la intención de rectificar algo de la actualización del nuevo modelo económico de la nación. Los carretilleros, pequeño eslabón de la cadena alimenticia, intermediarios de poca monta, están pagando las consecuencias de la absurda gestión agrícola de la isla.

Pareciera que el Estado cubano está arrepentido de haberles dado vida, de haber aprobado su licencia en los lineamientos de la política económica y social, y ahora, buscando un chivo expiatorio en el que recaiga la culpa del desabastecimiento de los agromercados y los elevadísimos precios, la han emprendido contra ellos. La cadena siempre se rompe por el eslabón más débil.

En diciembre pasado, cuando corrían las últimas sesiones del parlamento cubano, en pleno debate, Raúl Castro se dirigió a Marino Murillo, Ministro de Economía y Planificación, para expresarle que “hay que acabar de ponerle fin al problema de los precios de los alimentos y de los intermediarios”. Murillo respondió: “Presidente, después de fin de año, el 4 de enero comenzaremos a resolver todo”.

De ahí que abriendo el año, el cielo se les encapotara a los carretilleros. El Estado decidió no otorgar más licencias, el pago mensual para mantenerlas subió de 70 pesos cubanos a 150 y el día a día se convirtió en un infierno, policías e inspectores se volcaron mancomunadamente a la calle para controlarlos. Hubo decomisos de carretillas y mercancías por doquier, hubo pequeñas manifestaciones en contra del asedio, hubo encontronazos fortísimos entre el Estado y los cuentapropistas, hubo un nuevo desfase entre las políticas gubernamentales y la población.

Los inspectores con el látigo en la mano y los carretilleros a la fuga. Un juego de videoconsola, de buenos y malos. “Esto es un juego de atari, aunque tengas todo en orden te pueden multar por cualquier invento, es increíble que una licencia no te valga, que te tengas que esconder por las esquinas constantemente para poder vender. Es como si jugaras un juego en el que si te cogen pierdes las vidas, en este caso, tu dinero”, dice José, a quien un día lo pararon tres veces.

“Me tiraron por la planta para ver si debía multas, una locura. El Estado en vez de darte facilidades, te golpea para quitarte fuerza y que te rindas. Por cansancio mucha gente de la vieja guardia han desistido”, sentencia.

***

A y B son esposos, fueron carretilleros y prefieren no revelar sus nombres. Ahora solo venden unos pocos productos agrícolas, clandestinamente, en la puerta de su casa para mantener a la madre de A, que le falta un riñón, y a su esposo (padrastro de A), que vive postrado en una cama. A y B desistieron de seguir carretilleando después de que en un mismo mes les impusieran dos multas consecutivas de más de mil pesos por estar vendiendo estacionados y no ambulando.

“El trato de los inspectores con nosotros es malísimo. Tienen una mafia, a los que no tienen licencia les ponen las mismas multas que a los que tienen. Cobran impuestos ilegales y los carretilleros, para poder seguir con el negocio, les dan jabitas con cosas y dinero”, vocifera B, manoteando.

Pause.

En la intersección de las calles Sol y Cuba, al lado de un gimnasio fisiculturista de la Habana Vieja, se encuentra la sede de los supervisores y los inspectores estatales de ese municipio. Es un lugar oscuro a plena luz del día, sin recepcionista que te guíe. Uno llega, asoma la cabeza, pasa y nadie te detiene. A la izquierda, en un patio angosto, hay decenas de carretillas decomisadas, casi listas para leña. A la derecha, en las oficinas, están los inspectores escribiendo en sus burós.

Hay un solo hombre entre las dos oficinas, un mulato que no habla, el resto son mujeres, negras. Todos, absolutamente todos, llevan en sus muñecas ildeses de santos, en sus cuellos cadenas de oro y una muchacha, la más joven, la que me atiende, también tiene una muela de oro.

Se llama Yeney y no quiso decir su apellido. Eso fue lo único que me pude llevar del lugar junto con un par de fotos al Decreto-Ley 315 de la Gaceta Oficial de Cuba donde se explican todas las regularidades del trabajo por cuenta propia. Pues no quisieron dar estadísticas de las multas impuestas, no quisieron hablar sobre el trato a los carretilleros, sobre las disposiciones orientadas ni las carretillas decomisadas que escuchaban la conversación. No quisieron hablar de nada.

El inspector Miguel Sánchez sí habla. Sentado en el boulevard de San Rafael, explica que “todos los meses tenemos planes de multas que cumplir y en función de eso trabajamos. Si no cumplimos con esas cifras, no nos dan una estimulación al final del mes”. Sobre la cruzada contra los carretilleros dice: “A principios de año bajó una indicación para terminar con los carretilleros, no importaba si tuvieran licencia o no, bajó esa directiva y nosotros la cumplimos, el problema es que el 50 % de los carretilleros trabaja sin licencia”.

Los inspectores laboran en pareja y todas las semanas son ubicados en lugares distintos para evitar que se corrompan. Al final del mes, cambian de pareja. “Hay algunos compañeros que no hacen bien su trabajo, pero yo no puedo decir que hay corrupción, yo hablo por mí”, dice el inspector Sánchez.

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Foto: El Estornudo

Start.

Avanzada la tarde, José y Leo se cruzan en la marcha con otro carretillero. Es un vendedor ambulante sui generis, muy particular, no lleva botas puestas, no está embarrado de tierra ni carga muchos productos en su carretilla. Tiene una gorra de rapero que encaja sobre el pelo, lleva unas enormes gafas oscuras que le cubren todo el rostro y unas cadenas de acero-níquel que le guindan del cuello.

De los inspectores dice: “Lo mío es el jineteo en la carretilla, venderle los platanitos a uno o a dos fulas a los yumas. Mi zona es el casco histórico, ahí no hay inspectores, eso es zona de yumas nada más”.

***

Alfredo Wilson es peruano y vive en Cuba desde 1991. Trabaja en una cooperativa agropecuaria en Caimito y está en contra de la existencia de los carretilleros. Dice que no les importa la calidad de la venta, que solo les interesa ganar dinero y que por eso en ocasiones venden productos podridos. En la pasada temporada de aguacate, Wilson estuvo durante tres meses dándoles a sus puercos los aguacates que produjo. Prefirió dárselos a ellos que vendérselos a bajo precio a los intermediarios.

Él, campesino, productor, trabajador directo con la tierra, es el que menos ganancias saca. “Vendo el tomate a dos y tres pesos y cuando voy de visita a la ciudad me los encuentro a diez pesos”, dice Alfredo, que quiso hacer su cooperativa primero en Mali, pero una vez llegada la guerra a ese país tuvo que retirarse. A la distancia, Wilson creyó que Cuba tenía el marco legal idóneo para desarrollar su negocio, pero definitivamente se equivocó.

“Hay una ruptura entre el campo y la ciudad. La comida no puede ir directo a la ciudad sin pasar por el campo que es al final quien produce. La gente que siembra la naranja no puede tomarse un vaso de jugo. Por eso es que la gente no quiere producir y lo poco que hay tiene precios altísimos. Esto es un modelo medieval”, afirma.

Alfredo Wilson trabaja para la ONU como observador de procesos electorales. Ha estado en Libia, Siria, Nicaragua, Francia, Mali, entre otros países. Pero a este peruano no le encomendaron analizar las elecciones en Cuba, él vino a trabajar la tierra por su cuenta. Alfredo Wilson también vivió en Miami, justo al lado de la casa de la familia de Elián González.

Level 4.

La noche va llegando y José y Leo boquean encima de la carretilla. Ya casi cumplen las dieciséis horas de trabajo del día. Han visto a la misma gente ir y venir por las mismas calles, han visto cómo la Habana Vieja ronca, se despierta, conversa y cómo vuelve a su estado lacónico. Han jugado a los escondidos con los inspectores y los han vencido. Han vendido muchas frutas, un poco de vegetales y algo de vianda. Ya es hora de ir terminando, el sol ha comenzado a esconderse en el puerto.

Las apretadas calles son un pasadizo sin fin que te llevan al Capitolio o te llevan al mar. La gente se mueve como hormigas por las aceras, en medio de la calle, en los balcones. A las 7: 47 pm, ya han desaparecido los juglares, los mimos y las negras pintorescas que fuman tabacos con sus largas sayas de colores. Las palomas abandonaron las plazas y se amontonan, unas al lado de las otras, en las cornisas de las iglesias y los edificios derruidos.

José y Leo arrastran los pies mientras empujan la carreta, ya no pesa las 600 libras, quizás menos de la mitad, pero ellos sienten el doble del peso. Van de regreso. Las ruedas chillan como un animal herido, y a lo lejos, el aullido se mezcla con un legendario son montuno que tres viejitos tocan a guitarra limpia en un intricado bar para turistas.

Foto: El Estornudo
Foto: El Estornudo

Tomado de El Estornudo

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