La palabra “apuesta” siempre ha vivido en las sombras de Cuba, pero la primera vez que la escuché vino asociada a los nombres de Muhammad Alí y Teófilo Stevenson, haciéndola más atrevida, más proscrita, viviendo en los límites de lo permitido.
Sin embargo, en 1977 lo permitido era bien poco en Cuba y el hecho de que los mayores de mi barrio se apasionaran tanto con la posibilidad de un choque entre el mejor de los profesionales y el mejor de los amateurs levantaba en lo posible el manto de secretismo al hablar de lo que no se podía hablar.
“Te apuesto una caja de cerveza”, dijo uno. “Sé hombre y apuesta dinero”, le respondió otro. Y mi barrio tan calmo e insípido se despertaba de la abulia con la sola visión de esos dos gigantes juntos encima de un ring. ¿Acaso lo imposible podría suceder? La Cuba de los 70 vivía el cerrojo ideológico que nos traía la dependiente relación con el campo socialista, ahogando criterios, proyectos y fantasías.
Pero por alguna razón se conocía de la posibilidad de este choque y todo el mundo hablaba de algo distinto, que rompería la monotonía de sus vidas. Se sabía, por ejemplo, que Fidel Castro había dado su visto bueno, que Stevenson había firmado un contrato de intención que le había presentado el entonces joven promotor Bob Arum, y solo se esperaba la respuesta de Alí.
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