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#OPINIÓN | Un espectáculo deplorable

Fidel Castro en la gala de La Colmenita por su 90 cumpleaños (Foto: Juvenal Balán/Granma)
Fidel Castro en la gala de La Colmenita por su 90 cumpleaños (Foto: Juvenal Balán/Granma)
Fidel Castro en la gala de La Colmenita por su 90 cumpleaños (Foto: Juvenal Balán/Granma)

Por Miriam Celaya.- Este sábado, 13 de agosto de 2016, fue el colofón de un verdadero martirio después de meses de darnos la lata en los medios oficiales, con motivo del nonagésimo cumpleaños del Espectro en Jefe.

Contra cualquier pronóstico razonable, la celebración del onomástico corrió a cargo de los niños de esa compañía artística infantil, La Colmenita, que se presentó ante un público más que inusual: una sala de teatro atestada de adultos con atavíos militares o con planchadas guayaberas blancas.

En primera fila, flanqueado por el presidente de Venezuela a su izquierda y por su hermano, Raúl Castro, a la derecha, el mismísimo Magno Orate en persona se rebullía en su asiento y se volvía a cuchichear algo al catafalco venezolano, sin prestar mucha atención a la apoteosis de mal gusto que discurría sobre el escenario. Impertérrito y altanero, como siempre ha sido, permanecía indiferente a los mimos, como si todo aquel despliegue de descomunal guataquería no estuviera dedicado exclusivamente a él y a sus irremediables 90 años.

Sin embargo, no es de este abuelito al revés, al que los niños le narraron cuentos, sobre lo que trata este comentario, sino precisamente de los niños artistas que llevaron sobre sí la responsabilidad del patético espectáculo cuyo rasgo más relevante fue un derroche de repulsivo culto a la personalidad del longevo dictador.

Una enajenada representación de Abdala, esa conocida pieza teatral del Apóstol, en la que destacaron la histeria y la sobreactuación de los dos pequeños intérpretes, muy ajena al espíritu firme, sereno y contenido que subyace en esta obra de Martí, fue el plato fuerte que intentó hacer un paralelo entre el héroe de la trama —el joven Abdala que marcha a la guerra— y el exgobernante cubano.

Por su parte, la niña que hacía de madre del patriota Abdala se desgarraba sobre el escenario con la misma  trastornada pasión que un tango arrabalero, para deleite de todos los espectadores… excepto uno. ¡Pobres niños, víctimas de las manipulaciones políticas de sus mayores! ¡Pobre Martí, tan usado y abusado por el poder de una satrapía que ha hecho de Cuba exactamente lo contrario de lo que él soñó!

Mientras, sobre el telón de fondo se proyectaban también imágenes recreadas de las Guerras de Independencia, seguidas de otras, reales, sobre la guerrilla de la Sierra Maestra, la lucha en Playa Girón y las mil batallas inútiles libradas por el ex Invicto desde su gabinete climatizado. El mismo esquema anquilosado de la estética del realismo socialista anclada en los años de la Guerra Fría. La consagración de la mediocridad.

Y por si acaso faltaba kitsch al espectáculo, fueron sacados a escena una decrépita Omara Portuondo —que con voz temblorosa interpretó (¡otra vez!) “La era está pariendo un corazón”—, y el Historiador de la Ciudad, uno de los más connotados alcahuetes de Castro I, quien, sentado en una butaca debido a su deplorable estado de salud que ya no le permite aquellos discursos encendidos y de pie ante el público, hizo un grotesco y coloquial panegírico ensalzando la cultura y genialidad del homenajeado nonagenario, sus pasmosos conocimientos, su capacidad para hablar (y dizque también “para escuchar”), la belleza de sus manos y de cómo “Fidel” le había regalado una corbata a él, 20 años atrás.

Pena ajena provocaba la pasión pujada de los niños, la alegría fingida de la conductora, la artificial rigidez del público. Pero en especial despierta indignación constatar la manera en que han lavado el cerebro de estos pequeños. Los textos cuidadosamente aprendidos, los gestos al actuar, la proyección de las voces; todo indica un adoctrinamiento minucioso, largas horas arrebatadas al juego y al disfrute propios de esa breve etapa de la vida, para someterse a la obediencia y al sacrificio en aras de satisfacer la vanidad del viejo caudillo.

La Convención sobre los Derechos de los Niños, de la ONU, debería condenar como una violación criminal esta práctica, propia del nazismo, de manipular la conciencia de niños indefensos en servicio de los intereses ideológicos de los adultos.

Despiertan compasión estos niños que un día no muy lejano, cuando el reverenciado espectro de hoy sea solo un mal recuerdo junto a un montoncito de cenizas, descubrirán que fueron utilizados al servicio de una ideología obsoleta y sacrificado su candor al pie de una estatua del pasado, con la complaciente anuencia de quienes debieron protegerlos: sus padres. Me gusta pensar que al menos los niños tendrán la oportunidad de enmendar el rumbo.

Publicado originalmente en CubaNet

Written by María Fernanda Muñóz

Periodista venezolana. ¿La mejor arma? Humanidad. Pasión se escribe con P de periodismo

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