–¿Tú eres de los Derechos Humanos?
-No –respondo con los ojos.
–¡Yo no estoy en contra de na de esto!
Él está sentado sobre una piedra. Descalzo. Me mira y comprende algo en mi lenguaje visual. Comprende, quizá, que tengo pánico, que no soy de los Derechos Humanos, que los Derechos Humanos pertenecen al plano de lo quimérico, de lo mítico. Nadie ha visto a los Derechos Humanos, no en un pueblo chico como el nuestro. La culpa, ahora, tiene su propia pulsación. Una culpa ridícula: el temor a ser esa amenaza de la que yo misma no tengo consciencia.
–No puedo perder el trabajo, muchacha.
Junior Alonso Soto es sepulturero.
Mi madre siente una extraña fascinación por la muerte. La tumba familiar es de tierra. Ella siempre ha querido sellarla y vestirla de mosaicos. Ahí están mis abuelos. Cuando llueve mucho se mezclan las tierras y a mi madre se le pierden sus muertos. El agua los confunde, y el húmero larguísimo de mi abuela va a parar a una tumba bonita donde está enterrada la maestra gloriosa del pueblo. Mi abuela, que escribió por primera vez su nombre cuando ya no hacía falta, navega entre restos distintos aunque iguales. Mi abuela habita el mismo espacio que la maestra gloriosa, por primera vez, cuando ya no significa nada.
En casa han muerto pocos. Mi madre ha tardado mi edad en reunir el dinero suficiente para reparar la sepultura. Le ha tomado una vida acomodarse la muerte.
Exhumamos a la abuela hace dos meses. El enterrador nos ha dicho que hay bastante espacio: caben dos personas grandes abajo y una más pequeña encima.
Al enterrador le toma varias muertes reunir el dinero para acomodarse la vida.
Junior es sepulturero desde los 24. Acaba de cumplir 35 años.
-La primera vez que saqué un muerto terminé en Salud Mental. No dormí en una semana. Era una pelirroja de Placetas. Me quedé inmóvil dentro del hueco. Estaba enterita.
No siente asco ni miedo a estas alturas. Tampoco le da gusto porque a eso no se le coge el gusto sino el golpe, me dice.
Las obras de albañilería, en nuestra tumba, han echado a andar. Junior dispone los ladrillos en los bordes como en el brocal de un pozo ciego y seco. Voy con regularidad a chequear su trabajo. Él me habla de costos y materiales en falta. Cuando en Cuba hay escasez buscamos el equivalente del producto. Un equivalente, por lo general, feo. Y cuando no existe el equivalente feo, nos abandonamos a la suerte. De nada sirve toda la plata ante un país vacío. Yo me entrego a la corriente subterránea por donde fluye la verdadera Cuba, esa franja movediza al margen del teatro estatal. Yo necesito materiales.
Junior menciona “gravilla”, “carbonato”, “hormigón”. Jerga. El universo de los oficios es jerga. Yo escucho. Él señorea. Yo pago pero él manda. Estamos felices porque la obra camina bien. Por unos instantes pienso en lo torcido de aquella sensación: me encuentro frente al peor destino, el sitio horrible a donde nunca querré llegar. No solo procuro su buena hechura sino que me hace feliz contemplarlo, escoger las baldosas y los detalles (dorados) en la cruz y la inscripción. ¿Qué ser tan triste siente esa paz (parecida a la felicidad) en un lugar así? Un contrasentido que Junior no sufre.
Me ve verlo, se sacude las manos y se come las uñas.
Clava el punzón en la suela de un pequeño zapato. Lo atraviesa. Ensarta el hilo al arpón de la punta. Hala.
El enterrador me recibe en el patio de su casa, sentado sobre una piedra. Quiere saber de mí. Husmea. Dice que no me conoce a pesar de ser Camajuaní un pueblo chico. Dice que él, de pan noble, me contó su vida porque me presenté como periodista. Pero su cuñado, del DTI, le habló de unos jóvenes de los Derechos Humanos. Él no quiere rollo. Está con “esto”.
Termina de remendar el zapato de su hijo menor. Prende un cigarro. Solo fuma Criollos o Titanes. Una vez le regalaron una cajetilla de cigarros con corchos y terminó quitándoselos. Bebe en las mañanas solamente.
–¡Soy un alcohólico mañanero! –Junior sonríe y permanece unos segundos con la cara congelada, como si cavilara en el acto, como si al tiempo en que lo cuenta y se ríe desencriptara alguna clave.
–A las cuatro de la tarde ya estoy clarito clarito. El drinki es pa poder trabajar.
No solo exhuma en el cementerio. Las casas están llenas de restos. Restos del arroz cuando se adhiere al fondo de la olla, la bolsa con basura del día anterior que ahora se desborda. Huesos cristalizados en el refrigerador para la sopa probable.
Junior enchufa una manguera a la boqueta de la turbina eléctrica. Me deja acceder. Me deja hacer fotos. Su patio es un puzzle que nunca podría componer, donde cada elemento en su individualidad pareciera inútil, pero con la juntura está el sentido. Y así, un motor de lavadora rusa + una piedra esmeril afilan, en segundos, la hoja del cuchillo.
Se faja con la comida. Es la batalla de un hombre solo. Contra sí. Contra el vacío de la olla.
–Mi mujer trabaja en un bar estatal en el turno de la noche. Yo le alcanzo el pozuelo de comida siempre.
Me dice que no, que de ningún modo se casaría por papeles, que cada cual con su vida. Ella se lo ha pedido, pero él no puede complacerla. Hace once años que Junior vive con Yanetzy. En la misma casa. Con sus cuatro hijos. Él “no puede comprometerse”, se engaña.
Acuesta a los niños al anochecer y prende un televisor Atec-Panda. Se duerme temprano. Prefiere no salir. No desde que es sepulturero; desde que está con Yanetzy; desde que empezó la sobrevida lejos del aislamiento: esa antesala del suicidio que es la cárcel.
A los catorce sale el acné y el vello púbico, se oscurece la voz. La edad del asombro. A los catorce, tres zafras consecutivas habrán ampollado las manos de Junior Alonso. Las manos que, ya a los once, parecían dos brotes en los semilleros de Cubatabaco.
En la Secundaria Básica del pueblo se impartirán nociones de Botánica, y Junior comprenderá, desde el tacto, que una hoja de tabaco tiene simetría bilateral. Conocerá de la inercia, del movimiento de los cuerpos, la velocidad o la masa, de la ley gravitacional, pero como un conocimiento sin nombre. Junior dibujará parábolas cada vez que levante el machete. De un modo experimental, tendrá su aproximación a la geometría. Y no sabrá que sabe.
–Solo pude alcanzar el sexto grado. El que atendía Menores, en Camajuaní, firmó una autorización para que comenzara a trabajar. Se llamaba Yera, recuerdo. La situación en mi casa era crítica.
A los catorce, Junior aprenderá que el aleteo de una mariposa negra se llama eritema malar, que mata, que se parece peligrosamente a la soledad.
–A mi mamá le diagnosticaron lupus mariposa. Estábamos solos. Siempre estuvimos solos, desde el 81, cuando “la escoria”, el año en que él se fue a los Estados Unidos, o eso dicen. No conocí a mi padre. La embarazó y se fue echando. Nací salao. Mi abuela materna nos botó a mi madre y a mí de la casa donde vivíamos, en La Habana. No quiero contarte todo lo que pasamos en ese tiempo. Nos recogió una familia a la que le decían “los negritos de la esquina”. En los alrededores quedaba la Unidad Militar 14. Ahí mi mamá conoció a Osmany Bermúdez, mi padrastro, que nos trajo para Camajuaní. Comenzamos a vivir en un cuarto de desahogo, con piso de tierra, hasta que él se enamoró de otra. Por suerte nos dejó el rancho.
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