Donald Trump no duerme mucho estos días.
A bordo de su jet jumbo, al candidato republicano no le gusta descansar ni estar a solas con sus pensamientos e insiste en que sus asistentes se queden despiertos y no dejen de hablarle.
Requiere que le aseguren todo el tiempo que su candidatura va por buen camino. “¡Miren qué multitud!”, exclamó hace unos días mientras volaba por Florida, volteando hacia su joven secretario de prensa mientras la televisión mostraba imágenes de Fox News de lo que, según él, eran miles de personas que lo esperaban en tierra.
En los últimos días de la campaña presidencial, la candidatura de Trump es una pantalla dividida y discordante, que muestra por un lado el show coreografiado de calma y confianza orquestado por su personal y, por otro, la necesidad y vulnerabilidad de un candidato que alguna vez fanfarroneaba y hoy no está seguro de tener la victoria.
En la superficie la campaña le está robando a Hillary Clinton su arma más poderosa: los estallidos de Trump, que una y otra vez habían socavado su candidatura. Debajo de esa fachada, sigue reinando la agitación, lo que le dificulta sobreponerse a todos los obstáculos que bloqueaban su camino a la Casa Blanca.
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