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Los verdaderos ladrones del patrimonio nacional

Bajo el sugerente título “Espejitos por oro”, acaba de ser publicado un extenso reportaje a dos planas completas en la edición dominical del periódico oficial Juventud Rebelde (Hugo García, 20 de noviembre de 2016), donde se aborda el siempre interesante tema del tráfico de “objetos y documentos patrimoniales”  de la Isla, y del trabajo conjunto de agentes de la Aduana y especialistas del Registro de Bienes Culturales (RBC) para impedir que “nuestras propiedades espirituales más valiosas sufran la expoliación internacional”.

Todo sugiere que el incremento del turismo extranjero, que se ha estado verificando en los últimos años, ha aumentado el comercio ilícito de objetos que son considerados bienes patrimoniales.

En el caso del reportaje de referencia, el aeropuerto internacional de Varadero, en la provincia de Matanzas, fue elegido por el autor para documentarse sobre el tráfico del patrimonio. Allí fue informado que gracias al celo de los especialistas en los controles de la frontera en esa terminal aérea “durante más de 20 años se han rescatado miles de piezas, con valor cultural y profesional”, que turistas extranjeros han tratado de extraer del país. La lista de objetos que suelen decomisarse a los traficantes y que son considerados como patrimonio cultural mueble incluye “documentos, fotografías, artes decorativas, pinturas, dibujos, esculturas”.

Varias fotografías que ilustran el trabajo periodístico muestran varios de esos objetos incautados a los pasajeros: una colección de relojes de bolsillo, un juego de tocador de plata del siglo XIX, una colección de armas antiguas, una placa conmemorativa, una tosca imagen en bronce de la Virgen de la Caridad, un libro antiguo, una colección de carteles de propaganda nazi de la Segunda Guerra Mundial y una colección de fotografías donde aparece el ex Invicto, difícilmente digna de ser considerada Patrimonio de la nación.

Un comentario desprejuiciado  sobre el tema obligaría a aceptar el legítimo derecho que asiste a cada nación de proteger y conservar su patrimonio cultural. Sin embargo, el Decreto 118/83 (Reglamento para la Ejecución de la Ley de Protección al Patrimonio), que define en Cuba el patrimonio de la nación, resulta extremadamente ambiguo, parcializado y anacrónico.

Según refiere una funcionaria del RBC, citada en el reportaje, dicho Decreto establece que el patrimonio “está integrado por aquellos bienes, muebles e inmuebles, que constituyen la expresión o el testimonio de la creación humana o de la evolución de la naturaleza, y que tienen especial relevancia en relación con la arqueología, la prehistoria, la literatura, la educación, el arte, la ciencia y la cultura en general”.

Sin embargo, es sabido que las instituciones estatales encargadas de determinar la naturaleza y valor del  “patrimonio de la nación” en una sociedad bajo un gobierno autocrático representan los intereses del Poder, y es éste en última instancia quien se reserva el derecho de decidir a voluntad sobre el uso y destino de ese patrimonio. De esta forma, los términos patrimonio de la nación y propiedad del Estado que definen de jure propiedades públicas, en el régimen castrista se funden en uno solo para definir lo que de facto es heredad particular del clan Castro.

Es por eso que reconocer acríticamente los derechos patrimoniales de los que ufana la prensa oficial equivaldría a consentir la arbitrariedad de ese Poder autocrático, representado en las instituciones a su servicio, en detrimento de los derechos de los cubanos sobre el patrimonio de la nación y el suyo personal.

Así, pongamos por ejemplo, mientras a un cubano común no se le permite el legítimo derecho de disponer libremente de bienes familiares, dígase un reloj de bolsillo de oro heredado de un abuelo –que no puede vender a un coleccionista extranjero so pretexto de que pertenece al “patrimonio de la nación”– o de otros de su propiedad particular, las instituciones del Estado se arrogan el derecho de disponer inconsultamente de los bienes patrimoniales de la nación, ya sea para medrar a su costa, para ocultarlos o para destruirlos.

La línea entre el patrimonio privado y el “nacional” se desdibuja cuando entran en juego los intereses del Gobierno, hasta tal punto que, si bien en la legislación abundan los términos que engloban al segundo, no se establecen definiciones para el patrimonio personal (patrimonio privado). Y esto es así porque patrimonio es sinónimo de propiedad, un término excomulgado del diccionario comunista. Por tanto, puede afirmarse que en Cuba el patrimonio privado mueble y comerciable no existe.

Pero, volviendo al reportaje del libelo oficial, ¿acaso las fronteras del país son el escenario principal de la depredación del patrimonio de la nación debido al auge del turismo y a los manejos de los traficantes internacionales? Afirmar esto sería ignorar que las mayores pérdidas patrimoniales se han producido desde y en el interior del país a lo largo de casi seis décadas, responsabilidad de la desidia de la cúpula de gobierno y de sus funcionarios. Los peores traficantes del patrimonio habitan el palacio de la Revolución.

Una parte de ese patrimonio ha salido al exterior justamente con el objetivo de alimentar las insaciables arcas del gobierno. Es el caso de ciertas pinturas de autores famosos, pertenecientes a los fondos del Museo de Bellas Artes, que han sido subastadas o vendidas a museos y coleccionistas privados extranjeros.

Otro hecho repetido ha sido la apropiación de piezas únicas y valiosas del Patrimonio para decorar espacios cerrados del Poder, como es el caso de la pieza arqueológica de arte aborigen taíno conocida como “Ídolo del Tabaco”, que adorna un salón de la sede del Consejo de Estado, muy lejos de las miradas de los legítimos dueños del patrimonio nacional.

También han desaparecido muchos de los carísimos muebles y adornos que decoraban los espacios interiores del Capitolio desde los años en que estuvo ocupado por la Academia de Ciencias. La feroz rapiña fue obra tanto de ciertos altos funcionarios y directivos de la Academia de Ciencias –como el muy respetable Antonio Núñez Jiménez, entre otros acreditados revolucionarios– como de decenas de investigadores y subalternos que dispusieron impunemente del patrimonio público.

Podría extenderse el listado del patrimonio fantasmal con el misterioso destino del diamante del Capitolio, o del desaparecido clavo de oro a los pies de la estatua de José Martí, en el Parque Central de La Habana. O habría que incluir entre los daños patrimoniales irreversibles la brutal destrucción de la Biblioteca del Senado, cuando en 1987 el Magno Orate concibió el (también) fallido proyecto de fundar en el mayestático edificio insignia de la República la mayor biblioteca de ciencia y tecnología de Latinoamérica.

El sistemático saqueo de los más antiguos y valiosos fondos de la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País, la primera de Cuba y una de las más ricas colecciones bibliográficas del país, hoy casi aniquilada, fue otro daño infligido impunemente al patrimonio histórico y cultural de la nación.

Podríamos abundar en ejemplos sobre la pérdida de otros muchos exponentes de nuestro patrimonio nacional, o añadir otros tantos comentarios sobre el laudatorio reportaje del periodista de Juventud Rebelde, pero sería tan inútil como redundante. El evidente (des)enfoque que exhibe en el tratamiento del tema demuestra que no tiene la menor intención de comprometerse a fondo.

Baste cerrar estas reflexiones con una breve consideración sobre el párrafo que inicia su trabajo y que, en referencia al comercio ilícito de bienes patrimoniales y los bajos precios en los que supuestamente los nacionales los venden a los turistas– reza textualmente: “Aquella práctica de cambiar espejitos por oro a inicios de la conquista española, cuando los aborígenes se deslumbraban ante las bisuterías, parece regresar en esta época”.

No, García, no ofendas la memoria colectiva de los cubanos. En realidad “aquella práctica” no está regresando “en esta época”, sino que data de unas tres décadas atrás, cuando a finales de los años 80 y principios de los 90, en el lapso breve de la agonía y muerte de la URSS y sus satélites, la amenaza real de un futuro sombrío comenzó a proyectarse sobre la Isla y desató una desesperada búsqueda de divisas, protagonizada por el llamado “Departamento MC”, de triste recordación, perteneciente al Ministerio del Interior.

Hasta entonces, solo unos pocos elegidos –funcionarios oficiales, técnicos y estudiantes extranjeros, y marineros– podían comprar algo en las “diplotiendas” y “tecnitiendas”, así que, aprovechando la miseria de casi la totalidad de la población de la Isla, se abrió en la avenida 31 del municipio Playa, en la capital, la famosa “casa del oro y la plata”, popularmente rebautizada como “casa de Diego Velázquez”, en las que “a precio de animal enfermo” el Estado usurero tasaba las joyas y objetos de oro y plata de miles de infelices que así perdieron lo más valioso de su patrimonio familiar, a cambio de “certificados” que les permitieran comprar unos pocos bienes de consumo imprescindibles, como ropas, zapatos o algún efecto electrodoméstico, a los que de otra manera no hubiesen podido acceder.

Señor García, no se pueden lanzar esas piedras cuando el tejado propio es de vidrio. Al parecer usted padece de una grave amnesia selectiva, pero con seguridad los cubanos jamás olvidarán la humillación y la pena de aquel abusivo trueque en que el más ladrón de los gobiernos que haya fustigado jamás a esta Isla se apropió del oro de los infelices “aborígenes”  a cambio de algunos deslumbrantes “espejitos”.

Written by CubaNet

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