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El joven cubano que envejeció en prisión

Foto: Referencia

Pedro de la Caridad Álvarez Pedroso emigró siendo un niño a los Estados Unidos y se radicó en Miami. Atrás dejó su casa, a su padre, a mucha de su gente… Desde aquella infancia tan temprana no podía entender las razones que hicieron que la madre se decidiera por el exilio, tampoco pudo explicarse los motivos que llevaron a tantos cubanos a viajar al norte. Nada entendía, ni siquiera cuando le dijeron que no estar conforme con los gobernantes no era suficiente para cambiar la insoportable realidad. Él entendía muy poco en esos días, pero sí estaba seguro que pensar en contra del dictador era peligroso, eso sí que lo sabía muy bien; su madre no dejaba de advertirlo para que no repitiera en la calle lo que escuchaba en su casa. Marcharse fue el único camino, para entonces él no lo entendía.

Con muchas dudas hizo el viaje hacia la adolescencia, luego vendría la juventud, y su inconformidad no lo abandonó jamás. En 1991 le llegaría la oportunidad de sacrificarse por su país. Muy bien que recuerda todo cuanto sufrían los cubanos por un llamado “período especial” que ellos no crearon, esos años en que la penuria se acrecentó a niveles insoportables.

A través del Partido Unidad Nacional Democrática (Pund), dirigido en ese entonces por Sergio González, lo convencieron para que se infiltrara en Cuba donde debían crear guerrillas, realizar sabotajes a las industrias. Pedro formaría parte de un frente de lucha contra la dictadura, la que suponían estaba ya en los últimos estertores después de la caída del campo socialista.

Todo le pareció fácil y sobre todo estimulante. La emoción de Pedro y la de sus acompañantes, Daniel Santovenia Fernández y Eduardo Díaz Betancourt, era creciente. Estuvieron algún tiempo en campos de entrenamiento, donde aprenderían estrategias de supervivencia. También recibieron preparación para manejar armas y conocieron elementos que lo ayudarían a establecer comunicaciones. Y finalmente llegó el día de la infiltración, que tuvo lugar en un punto muy cercano a la ciudad de Cárdenas.

Solo habían dado unos pasos cuando fueron interceptados; sin dudas los estaban esperando, sin dudas alguien los había delatado. Eduardo Díaz Betancourt insistió mucho en tomar aquel camino que no parecía el mejor, Eduardo Díaz Betancourt no atendió a la insistencia de los acompañantes que pensaron en un camino diferente, y de inmediato sucedió aquel intercambio de disparos en el que perdió la vida el propio Eduardo, ese que muchos vecinos de Cárdenas aseguran haber visto y que no era más que un soplón; pero eso son solo especulaciones, y quizá hasta mal intencionadas.

Lo que sí es cierto es que Pedro y Daniel fueron sancionados a treinta años de prisión, y cuando digo prisión es prisión dura; una prisión al peor estilo de los Castro, especialistas en agonías. Los jóvenes que intentaron liberar a su Patria, sacrificando sus vidas, pasaron muchos años encerrados en celdas de máxima seguridad después que los condenaran a pasar veinte años encerrados. Hasta hoy los han mantenidos separados, nunca permitió la casualidad que coincidieran en alguna de las tantas cárceles a las que fueron enviados.

Daniel está en la cárcel de Agüica, en Matanzas, tristemente conocida por su celda “La polaca”, solo comparada con el infierno. Si hay sol sientes que te hierves en tus sudores, si hay lluvia pescas un catarro. En el invierno, en esas llanuras matanceras donde el frío tiende a ser más intenso, piensas que de los dientes van a saltarte de la boca de tanto chocar. Ese espacio no tiene más aliciente que contar las estrellas en las noches u observar de día el paso de las aves.

A Pedro lo conocí en la prisión “La Lima”. Lo trajeron unos días después de que yo llegara. Cuando supe que era un opositor le pedí que viniera para mi pasillo. También estaba allí Lamberto Hernández. Debió ser por eso que los presos bautizaron, jocosamente, al pasillo como “La base naval de Guantánamo”. Después de que me revocaran para la prisión 15-80, Pedro se mantuvo al tanto de mi suerte a través de mi familia.

El sábado pasado fui a visitar a Pedro a la prisión de Toledo I. Fue allí donde quiso que escuchara sus quejas. Me contó que el pase, autorizado por las leyes de prisiones, que debe ser cada sesenta días y que le permite compartir por tres días con sus familiares, le había sido suspendido. Resulta que algún preso, con residencia en los Estados Unidos, había aprovechado el suyo para largarse a Miami sin cumplir toda su condena. Otro procedimiento arbitrario del régimen que viola sus propias leyes para sacar de quicio a sus reclusos.

Un buen rato conversé con Pedro, y quise saber un poco lo que había pasado con quienes dirigían hace veinticinco años el Partido, y él se encogió de hombros. Entonces pregunté si los que ahora se ocupaban de la dirección lo estaban atendiendo, y él movió la cabeza a los lados, parecía avergonzado. Según él, desde hace mucho tiempo no le envían ningún tipo de ayuda, ni siquiera algo de comida que ayude a su padre con la comida que le lleva en las visitas. Únicamente recibe cincuenta dólares por mes.

“Casi tan terrible como la condena ha sido sufrir el desprecio y el olvido de los que pensé eran mis aliados”, dijo Pedro con envejecida tristeza.  Y miró con pena a su viejo padre, confesó que le dolía mucho haber hecho padecer tanto a quienes no estuvieron implicados en su decisión. Acariciando las manos de su viejito dijo que él y Daniel podrían ser los presos cubanos que más años llevan en prisión…, y yo no supe qué decir, pero él siguió desahogándose.

“Aquí llegué cuando era casi un niño, y hoy soy un hombre maduro con canas y arrugas… Aquí fui perdiendo cada diente.”

Pedro suponía que la pérdida de un diente, la aparición de las ganas, la llegada de las arrugas y las enfermedades, eran acontecimientos que debió pasar junto a su familia, sobre todo con su madre, pero todas esas cosas le sucedieron en la soledad de una cárcel, en total indefensión, sin consuelos.

A pesar de todo y de los veinticinco años que transcurrieron desde su encarcelación, a pesar del desprecio de muchos de los que fueron sus compañeros, y a pesar de las torturas, no dudaría si tuviera que hacer lo que antes hizo, pero ahora más convencido. Aseguró que en la cárcel estuvo creciendo cada día su determinación, porque fue allí donde su carne entendió la necesidad de libertad que tienen los cubanos. Pedro sigue creyendo, y ahora con más fuerza, que habrá que expulsar a tantos miserables del poder.

Confieso que sentí mucha pena por aquel amigo que vivió, y despidió, en prisiones su preciosa juventud, en medio de la violencia y casi olvidado por los suyos. Pedro hablaba sin dejar de mirar hacia afuera, a través de la ventana del pabellón de visitas, pero su mirada no podía ir más allá del muro altísimo de la prisión. Ese muro le impedía ver la calle que él imagina sin dictadura.

Publicado originalmente en CubaNet

Written by CubaNet

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