ÍÑIGO MORÉ
Fidel deja millones de huérfanos y también unos cuantos celebrando su muerte. Al menos hay uno que piensa ambas cosas y ese es su hermano Raúl Castro Ruz, que tras 85 años, ahora puede decir, por primera vez en su vida, que es el número uno. Y además puede darle candela a cualquiera que piense lo contrario sin pedir permiso a su hermano, que también le deja huérfano.
Fidel muere como un triunfador, en su cama, con toda la dignidad de alguien sin el que es imposible contar la historia de América, incluyendo la del norte. Fidel es el último revolucionario romántico, de la estirpe de Garibaldi. Pero también el único que fue capaz de constituir en Estado su Revolución y además mantenerla, para desgracia de algunos y felicidad de otros. Visto de cerca Fidel era un gigante amenazante, con una barba de cuatro pelos, eso sí, largos, los hombros caídos como empujados por una chepa que nunca terminó de formarse. Daban miedo sus manos enormes. No te daba la mano, te la embolsaba. Luego te la devolvía y, sorprendentemente, seguías teniendo los cinco dedos en su sitio.
Fidel fue capaz de sobrevivir tanto a sus enemigos como a sus amigos. Porque es casi más difícil soportar a Maradona que a once presidentes de Estados Unidos. De todos tomó lo que le era útil y fue capaz de digerir el resto. Que se lo pregunten a Juan Pablo II, quien derribó a la URSS, pero no fue capaz de hacer mella en Fidel, un tipo que salió de una manigua infecta para terminar siendo el jefe en Siboney y en buena parte del mundo a la vez.
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