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El año que se conoció la esperanza en Cuba

La visita del presidente Obama despertó grandes expectativas que más tarde fueron apagadas.

Una lluvia primaveral con ligeras rachas de viento caía en La Habana metropolitana el domingo 20 de marzo, cuando a las 4 y media de la tarde aterrizaba en la terminal uno del Aeropuerto José Martí, el Air Force One que conducía al presidente Barack Obama a uno de los últimos reductos del comunismo mundial.

Mientras un agente del Servicio Secreto le abría el paraguas a Obama para que al pie de la escalerilla del avión saludara al canciller cubano, Bruno Rodríguez, en Miramar, al oeste de La Habana, dos horas antes, agentes de la Seguridad del Estado habían reprimido ferozmente a un grupo de 40 mujeres y dos decenas de hombres que reclamaban democracia y libertad para los presos políticos.

El movimiento disidente Damas de Blanco fue trascendental en las calculadas reformas políticas de la autocracia verde olivo de cara a la galería internacional.

Raúl Castro, gobernante designado a dedo en el verano de 2006 por su hermano Fidel, quitó lastre a la escalada de violencia, y en negociaciones a tres bandas con el canciller español Miguel Ángel Moratinos y la Iglesia Católica cubana, liberó a 75 disidentes y envió al destierro a la mayoría en 2010.

Castro II cambió las reglas del juego. El modus operandi represivo del régimen comenzó aplicar detenciones breves y aumentó de manera preocupante las palizas, amenazas de muerte y ofensas verbales a los opositores.

La tarde en que La Bestia (auto presidencial estadounidense) rodaba rumbo a La Habana Vieja, donde Obama cenaría con su familia en un restaurante privado, el régimen enviaba un mensaje de ida y vuelta a Washington: las reformas -si se le pueden llamar reformas- se harían a la velocidad y conveniencia del Palacio de la Revolución, no de la Casa Blanca.

El 17 de diciembre de 2014, Castro y Obama decidieron restablecer relaciones diplomáticas y darle una vuelta de timón a las anacrónicas políticas de Guerra Fría.

La estrategia de Obama resultó indescifrable para los talibanes del castrismo. No amenazó con desplegar cañoneras, ni subvertir el estado de cosas.

En su memorable discurso en el Gran Teatro de La Habana, el 22 de marzo, simplemente ofreció cosas que la mayoría de los cubanos desean y, desde luego, no renunció a las doctrinas que sostienen a la democracia estadounidense: refrendar negocios privados y derechos políticos.

Obama dijo lo que pensaba mirándole a los ojos a Castro, apoltronado en una butaca del segundo balcón del teatro y rodeado de la junta militar que administra a Cuba desde hace casi 60 años.

Las 48 horas de su visita estremecieron La Habana. Ni las fuertes medidas de seguridad ni la estrategia de Partido Comunista de minimizar el impacto del discurso de Obama impidieron el agasajo de manera espontánea de un segmento del pueblo habanero, que saludaba al mandatario por dondequiera que transitaba el “Cadillac One”.

Pero las reacciones oficiales a la visita no se hicieron esperar. Fidel Castro, retirado del poder, enfermo y esperando la muerte en su complejo residencial de Punto Cero, opinó que la mano extendida de Obama era un caramelo envenenado.

La maquinaria propagandística del régimen comenzó a carburar. Y algunas señales de retroceso en materia económica contra intermediarios y vendedores privados de productos agrícolas, a principios de enero, se reforzaron en los meses siguientes.

La visita de Obama atrincheró al núcleo duro del totalitarismo criollo. Se cerraron en banda, regresaron al gastado lenguaje soviético y a “Castro I” empezaron a rendirle un culto a la personalidad calcado de un manual norcoreano.

Se suponía que el arribo del Presidente estadounidense a La Habana sería el acontecimiento del año 2016 en Cuba. Pero a las 10:29 p.m. del 25 de noviembre, según el Gobierno, fallecía Fidel Castro.

Su deceso no fue una sorpresa. Con 90 años y diversos achaques, la muerte del dictador era inminente. Para bien o para mal, Castro situó a Cuba en el mapa político mundial, confrontando con sus estrategias de subversión a Estados Unidos.

Su revolución fue más política que económica. Nunca pudo erigir una economía robusta y la arquitectura y fábricas textiles durante su extenso mandato solo produjeron chapuzas y mal gusto. Cualquier persona razonable debiera analizar los beneficios y perjuicios del régimen de Castro: soberanía y encendido nacionalismo barato; división de las familias; polarización de la sociedad y crueldad con sus enemigos y la oposición local.

La agricultura decreció, enterró la industria azucarera y es difícil encontrar un renglón del sector económico, deportivo o social que no haya ido en picada. No hubo honestidad política para reconocer sus fracasos. Por el contrario, el régimen se atrincheró en lo que mejor sabe hacer: odas, panegíricos e intentar escribir con letras góticas las cantinfladas.

El 2016 fue el año del aparato diplomático de Raúl Castro, lo más sobresaliente en su década como gobernante. En el último lustro han cosechado éxitos. Las negociaciones secretas para el restablecimiento de relaciones entre Washington y La Habana; la intermediación de la paz en Colombia y con la Iglesia Católica de Roma y la Ortodoxa de Rusia; la condonación de deudas financieras y la negociación de un nuevo trato con el Club de Paris. Además, lograron dinamitar la Posición Común de la Unión Europea. Esos fueron triunfos inobjetables de los asesores de Castro en relaciones internacionales.

Pero esos mismos asesores equivocaron su estrategia frente a EEUU. Al igual que le ocurrió a los medios y encuestadores estadounidenses, no supieron discernir el fenómeno Donald Trump. Puede que ahora lamenten no haber avanzado lo suficiente durante el mandato de Obama.

Trump es impredecible. Lo mismo deroga los acuerdos alcanzados con Estados Unidos que logra concertar uno mejor. Pero algo le queda claro al régimen: para negociar beneficios tiene que hacer concesiones. Se acabaron los regalos.

En 2016 hubo mucho más. Mick Jagger desplegó su insólita energía física en un megaconcierto de los Rolling Stones en La Habana; se filmaron escenas de la película Rápido y Furioso en la capital cubana y casi todos los días aterrizaba un famoso en la isla.

En mayo, Chanel ofreció en el Paseo del Prado un desfile de alta costura en un país donde la mayoría de sus habitantes ganan 25 dólares mensuales y no todos pueden ver a esas modelos en revistas de moda.

Comenzaron a arribar los cruceros desde Miami y se establecieron los vuelos regulares desde EEUU. Los intercambios culturales y académicos superaron los los 1.200 y el cruce de visitas de los pesos pesados de ambos gobiernos fue numeroso.

Los encuentros y negociaciones han sido constantes. Igual que la represión. Según la Comisión de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, en el mes de noviembre se produjeron 359 detenciones arbitrarias de disidentes, activistas y periodistas independientes.

La distención no acaba de aterrizar en la mesa del cubano. Continúan desabastecidos los mercados; dos comidas diarias sigue siendo un lujo y navegar una hora por internet equivale a una jornada y media de trabajo de un profesional.

El 2017 será un año clave. En la Casa Blanca ya no estará Obama, el conciliador. Pero en Cuba tampoco estará Castro, el viejo dictador.

Por Iván García / Diario las Américas

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