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#OPINIÓN: Aquel infierno de las becas

Alumnos de la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin (Archivo)
Alumnos de la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin (Cubanet)

En 1906 el austriaco Robert Musil publicó su novela Las tribulaciones del estudiante Törless. Hace unos cuantos años la leí, pero ahora, mientras pensaba en la razón de este texto, volví a recordarla en algunos de sus detalles, y otra vez percibí las amarguras del joven alumno del Instituto W., esa escuela a la que las más influyentes familias del imperio austro-húngaro mandaban a sus hijos.

No son muchas las literaturas que tengan tan rotunda novela de formación, o aprendizaje. En la nuestra hay algunas, aunque no creo que tuvieran tantos lectores devotos en el mundo como la que escribió el austriaco; pienso ahora en Paradiso, en La carne de René o en Celestino antes del alba. Sin dudas, escoger como tema la formación del individuo joven es casi un lugar común en todas las culturas y en casi todos los tiempos.

La generación a la que pertenezco como escritor hizo también algunos intentos, pero no recuerdo ahora una novela que se detuviera, mientras relataba ese proceso de formación del individuo, en esas becas o escuelas en el campo que fueron tan abundantes desde los años setenta del siglo pasado y que no desaparecieron hasta hace muy poco, consiguiendo, en gran medida, la deformación de esos jóvenes que para estudiar se vieron obligados a internarse en una escuela en el campo, lejos de los suyos. ¡Vade retro!

Quizá por eso estuve pensando más en Musil que en otros cultores de la novela de formación o aprendizaje. Pude mencionar también El lazarillo de Tormes, El guardián en el trigal, Moll Flanders, La montaña mágica y unas cuantas más, pero pensé más en el austriaco porque ese aprendizaje del joven Törles ocurrió mientras estaba internado en una escuela, como me ocurrió a mí, y a la mayoría de los cubanos que nacimos en los años sesenta, setenta, y hasta en los ochenta.

Si escribo estas líneas es porque me he quedado pensando en esas novelas, después de que las mencionara hace unos días en un comentario que escribí sobre la obra Diez Millones, de Carlos Celdrán; y luego pensé que podía detenerme un poco más en el horror que supongo en ellas. Y es que yo, como el joven Törless, dejé atrás la casa de mis padres y me vi obligado, de la noche a la mañana, a madurar; aun cuando a esa edad nada fuera más importante que la convivencia con los padres, porque en ese proceso de formación se precisa de la guía y el cuido de nuestros mayores.

Y a esas escuelas no íbamos en busca de esa soledad reflexiva a la que se sometían los antiguos sabios. Allí íbamos para “aprender”, rodeados por desconocidos. Y en esa “soledad”, en ese alejamiento del hogar, se hacía imprescindible buscar formas diferentes de comunicación, formas inexploradas, hasta entonces, de supervivencia, aunque para ello se tuviera que recurrir a la violencia, a la crueldad.

Yo salí un día de mi casa y me vestí de azul y hasta lucí una corbata; y un círculo rojo en la manga derecha de la camisa advertía que era alumno de “la mejor escuela que pudiera imaginarse”. Yo me bequé en la Che Guevara, en Santa Clara, pero pasamos antes un año en una escuela de Manacas, lejos de casa, y con solo once años, esperando a que en Santa Clara se terminara aquella otra donde se albergaría a 4 500 estudiantes. ¿No era una cifra demasiado alta? Yo, que dormía solo en mi cuarto, justo al lado del cuarto de mi hermano, me miré un día en un albergue tan enorme que parecía un cuartón de vacas, con treinta literas y sesenta “hermanos”; y me asusté, como de seguro se asustaron todos.

Y mi madre, que aún no entendía muy bien de ese alejamiento, lloró muchísimo, y comenzó a fumar a escondidas de mi padre, para soportar mi ausencia, para acostumbrarse a que en unos años ocurriera lo mismo con mi hermano. Y mi abuela paterna, discreta y elegante, llegaba cada miércoles y se convertía, en un santiamén y como otras madres, en auxiliar de limpieza. Mi abuela tan elegante, de maneras suaves, limpiaba los albergues vistiendo sus blancas blusas de hilo bordado, y vestida así recogía los papeles putrefactos que antes hicieran la limpieza anal de mis condiscípulos o la mía misma; y hacía la limpieza de los pestilentes inodoros, del suelo embarrado de cualquier cosa. Y lo hacía porque era la única justificación que tenía para verme cada miércoles. Ella no soportaba estar una semana lejos del nieto, y pagaba el precio.

Jamás podré olvidar a mi abuela querida pagando ese precio tan alto por estar un rato con su nieto, para llevarle alguna comida sabrosa y preparada solo para mí. No podré olvidar jamás las maneras con las que disimulaba sus lágrimas cada vez que me veía llegar del campo, ensombrerado y con rudas botas, después de sacar boniatos a la tierra con solo once años. Mi abuela se iba y yo me quedaba solo, con extraños, y con ellos dormía, comía, y me metía desnudo en un baño, con un sinfín de muchachos también desnudos, en cinco duchas, y solo tenía once años.

Y nadie vigilaba mis estudios nocturnos, nadie chequeaba mis tareas, a nadie podía decir que quería un vaso de leche antes de acostarme. Por eso eran muchos los que violentaban las puertas de aquellos sitios donde se guardaban los panes para el desayuno del día siguiente, donde se guardaban los dulces de la merienda, porque a esa edad el cuerpo pide más de comer, y el cuerpo pide un poco más de todo, y aquellos jóvenes que éramos se enredaban desnudos en cualquier parte, porque a fin de cuentas estábamos bien lejos de los ojos de la familia. Recuerdo las muchas epidemias que aparecían, pero sobre todo recuerdo aquel virus que provocaba el aumento de volumen en el abdomen de las adolescentes, aquel al que dieron por nombre “el mal del sapito”, y que sirvió a montones de alumnas para esconder por un tiempo sus embarazos.

Muy bien recuerdo esas becas que provocaron la enajenación de sus pupilos, pero que no piense nadie en un embeleso místico, porque hablo del desinterés, del individualismo a que nos obligó tan numerosa convivencia; y también sería común el fraude, el egoísmo, el “sálvese quien pueda” y la crueldad. Pienso ahora en los múltiples actos de violencia. Recuerdo muy bien a aquel muchacho que exhibía un hundimiento enorme en el torso a causa del asma, y al que burlonamente todos llamaban “El pecho”. Pienso en sus angustias cada vez que lo despertaba su “hueco” repleto de orina ajena; y es que era común que en las noches vertieran todo el orine que contenía aquel jarro enorme que llenaban muchachos y muchachas con las vejigas atestadas, para luego castigarlo sin otra razón que no fuera el hundimiento que le provocó una enfermedad crónica.

No olvido la bestialidad con la que sometían a aquel joven gordo y amanerado. Recuerdo a sus padres, médicos ambos, cuando fueron a retar a los condiscípulos del hijo que hiciera un intento de suicidio, que no quiso seguir en aquella escuela y exigió a sus progenitores que lo sacaran para no ser definitivo en el deseo de morirse. Él se fue de la escuela un día, pero aún me vienen a la cabeza los castigos a que era sometido: unas veces lo obligaban a lamer el sexo de alguna compañera, y otras, el de “El Pecho”. Y resulta curioso que no recuerde mucho del desarrollo intelectual de mis compañeros, ese que tan bien aparece en la novela de Musil, porque allí exhibir entre alumnos los saberes en matemáticas o filosofía no era muy bien recibido, sin embargo no he conseguido olvidar a un grupo de jóvenes, dos años más jóvenes que yo, que se autonombraban fascistas, aun cuando conocieran en clases todo lo que significaron Hitler o Mussolini para la historia del mundo.

Y lo peor es que sé que algunos de esos jóvenes violentos se convirtieron luego en médicos y hasta en maestros, y también están los que ahora son “políticos” y hablan siempre desde el yo, dejando muy claro que nada que esté fuera de él, y de su conciencia, tiene importancia. No dudo que para muchos estas líneas que escribo resulten injustas, egoístas, pero recuerdo esos años de esta forma, y quizá la culpa de mi individualismo tenga que ver con la educación que tuve en una beca donde convivíamos 4 500 estudiantes. Si no soy capaz de descubrir bondades en esas escuelas en el campo, que por suerte ya no existen aunque nadie se disculpara alguna vez por el dislate, eso no es mi culpa, porque yo no tuve otra elección; yo conocí, entre tantos estudiantes, la soledad, el individualismo y la peor enajenación, y eso tampoco es mi culpa.

Publicado originalmente en Cubanet

Written by María Fernanda Muñóz

Periodista venezolana. ¿La mejor arma? Humanidad. Pasión se escribe con P de periodismo

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