Lázaro ha dado en el clavo con su nuevo negocio de repostería. No es repostero, no sabe siquiera encender un horno, mucho menos hacer masas de harina, sin embargo, milagrosamente produce unos treinta mini cakes (tartas) en el día.
El tipo no hace nada malo, me explica alguien que tuviera un negocio similar: compra los cakes en las panaderías estatales a solo 15 pesos (unos 50 centavos de dólar), les saca el merengue cuidadosamente, divide la masa en cuatro pedazos, les agrega un poco más de almíbar y, cuando se puede, algo de fruta confitada, luego los vuelve a vestir, esta vez con el mismo merengue pero al que ha incorporado gotas de azul de metileno conseguido en la farmacia, y revende los trozos reconformados en un dólar cada uno.
Es una estrategia de “búsqueda” y pocos la consideran una estafa. Se trata de lo que muchos cubanos conocen como “la lucha”, donde los ganadores del día a día son aquellos pícaros que viven de encontrarle “la vuelta a la cosa” en un escenario económico bien difícil.
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Luciano también lo ve de ese modo. Es un joven que vive de “hacer mantequilla” cuando en su pequeña fábrica, que funciona en la sala de su casa, solo existe un caldero y una mezcladora de mano.
Él se dedica a comprar la mantequilla a los campesinos que tienen ganado y luego amplía el producto agregándole abundante agua y sal.
“El negocio es así. Si no le echas agua, no le ganas casi nada. Yo no puedo ser el que pierde. Si vas al mercado a comprar el pollo, te lo venden con hielo. O en la carnicería ¿no tienes que comprar la carne con hueso y pellejo, incluso falta de frío?”, explica Luciano intentando hallar en lo cotidiano una justificación a lo que hace.
Ninguno se considera un tramposo profesional. Para muchos, la sociedad cubana funciona así y ellos solo responden a esas “leyes” que van escribiendo las duras circunstancias donde no tienen cabida los remilgos morales.
“Cada día se vuelve más difícil ser honestos”, opina Gisela, vendedora en un agromercado.
Converso con ella sobre el tema después que un cliente le reclamara por unos productos que le ha vendido. Las malangas estaban cubiertas de tierra, los frijoles picados por insectos al igual que los tomates. Aun así, no le pudo cambiar la compra ni ajustar los precios:
“No soy la dueña del puesto. Si le quito la tierra a la vianda, me busco un problema con el dueño. No puedo dejar que la gente se ponga a escoger. En el almacén hay mejores productos pero hasta que no vendamos esto no los sacan”, dice Gisela que no duda en reconocerse como parte de una cadena de pillaje en camino a institucionalizarse.
“A veces hasta hay algo de chantaje. Lo tomas o lo dejas, y si lo dejas, nadie se va a perjudicar. Otro viene atrás y lo encuentra bien, perfecto”, opina Raimundo Vélez, pastor de una iglesia Bautista: “Es la sociedad la que está mal, no las personas de modo individual. Lo hago porque a mí me lo hacen. El Estado lo hace todo el tiempo, entonces es señal de que no está mal. Y si lo está, entonces está permitido. Todo se vale. ¿Se vale que los productos de primera necesidad me los vendan en dólares cuando cobramos en moneda nacional? Ahí tienes la primera gran estafa y por ahí, en adelante, un carnaval de horrores”.
Adriana fue cuentapropista y trabajaba pintando uñas en una peluquería en Centro Habana. Ella dice haberse sentido estafada cuando le pidieron que abandonara el local que el gobierno les arrendara hace más de un año.
“Pedimos el local para hacer la peluquería, estaba destruido, con filtraciones, sin puertas, y con el dinero de nosotras lo levantamos. Lo pusimos como nuevo. Al año y dos meses nos dijeron que teníamos que mudarnos para otro local en la calle Monte, en peores condiciones y compartirlo con un taller de celulares y venta de discos (…). Dicen que lo quieren para una tienda o para oficinas, pero hasta ahora no han hecho nada. La cosa es que te lo dan, y cuando ven que lo reparas, entonces lo quieren y se ahorraron en reparaciones. Son unos estafadores, son unos bichos”, denuncia Adriana.
Hace apenas unos meses por La Habana circularon los rumores de que un grupo de personas que trabajaba en el incinerador de Guanabacoa, vendía los residuos de grasa de los cadáveres como si fuese manteca de cerdo. También rutinariamente regresan los comentarios sobre la venta de despojos humanos en las morgues de algunos hospitales.
No se dice nada oficialmente, ni siquiera para desmentir las “bolas”, lo cual hace sospechar que algo de tenebrosa verdad hay en los susurros. Los cubanos que han escuchado intuyen que algo de cierto hubo y, sabiendo cómo están de tan frágiles los asuntos de la honestidad en la isla, nadie califica de mito urbano lo que pudiera ser posible.
La sensación es de que no existen límites morales y que, como sociedad, estamos sufriendo un proceso de deshumanización en medio de una batalla interminable por la sobrevivencia.
Ya son algo normal, por repetidas, las historias de las atrocidades que suceden en nuestros cementerios.
La oleada de muertes en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, hace apenas unos años, consecuencia del robo y el abuso sostenido a los enfermos por parte del personal que los atendía, no se habría hecho pública si no se hubiese filtrado la noticia por medio de la prensa independiente de la isla.
El vendedor de mini cakes, el adulterador de la mantequilla, la dependienta del agromercado, el funcionario estatal que usa la ley a su antojo, el enfermero que saquea al enfermo, el profanador de cadáveres, con sus historias en apariencia tan diferentes, tan desconectadas, confluyen en el mismo epicentro del fenómeno social que los ha generado como rufianes pero los degenera como seres humanos.
Por Ernesto Pérez Chang / Publicado originalmente en Cubanet