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Venezuela: aviso a navegantes

De Venezuela la CIDH ya había denunciado a inicio del 2018, el deterioro democrático y de derechos humanos. Foto referencial
De Venezuela la CIDH ya había denunciado a inicio del 2018, el deterioro democrático y de derechos humanos. Foto referencial

Los últimos sucesos de Venezuela entrañan una advertencia para los cubanos. Son un aviso a quienes creen que las elecciones abren el camino para salir del totalitarismo: en diciembre de 2015  la oposición ganó allí los comicios y obtuvo el 70% de los escaños de la Asamblea Nacional; desde entonces el Parlamento no ha logrado que el Gobierno ponga en vigor ni una sola de las leyes aprobadas por la Cámara. Pero también son un aviso para quienes creen —como creo yo— que la solución radica en llevar a las calles la protesta popular contra el régimen y despojarlo de toda legitimidad residual. Los venezolanos han puesto ya 30 muertos sobre la mesa de negociaciones y la dictadura de Nicolás Maduro no se ha dado por enterada.

Si bajo el yugo del comunismo dinástico ni las manifestaciones masivas ni las victorias electorales parecen servir de nada, ¿cuál es la solución? ¿Cómo se pasa de la tiranía del partido único, la policía política y la economía estatizada e ineficiente a un régimen de derechos, donde se celebren elecciones democráticas y se respete la vida, la libertad y los bienes de los ciudadanos?

Con la mitad de ese rechazo social manifestado abiertamente cayeron las  autodenominadas democracias populares del Este de Europa. Pero, como señalan Horowitz, Montaner y otros autores, el comunismo dinástico es más duro de pelar. Ahí están Corea del Norte, Cuba y Venezuela para demostrarlo. A sus gestores, lo que el pueblo prefiera o lo que opine la comunidad internacional, les tiene sin cuidado. Los pactos internacionales, también.

Hasta ahora, uno de los axiomas del “Socialismo del Siglo XXI” era llegar legalmente al poder y ejercerlo preservando lo más posible una fachada de democracia burguesa y, al mismo tiempo, crear las condiciones para vaciar de contenido las instituciones del Estado. Con el Ejército sobornado y penetrado por el espionaje cubano, la Judicatura domesticada, el Parlamento dividido y la prensa amenazada, sería relativamente sencillo dominar el país y conservar el poder sine die, incluso sin renunciar a la celebración de elecciones periódicas. En esas condiciones los estamentos intermedios que forman la sociedad civil —iglesias, sindicatos, prensa, asociaciones profesionales, etc.— no serían capaces de oponer demasiada resistencia al Ejecutivo, y la población en pleno terminaría por capitular y someterse al poder.

Ese enfoque funcionó bien mientras duró la burbuja petrolera, que le permitió a Chávez comprar adhesiones dentro y fuera del país. Pero una vez fallecido el fundador del sistema y deprimidos los precios del crudo por los avatares del mercado mundial, la prolongación de la estrategia se les ha puesto muy cuesta arriba a Maduro y sus padrinos habaneros, que lo auparon a Miraflores.

A partir de ahora, el régimen bolivariano tendrá que operar como una dictadura firmemente atrincherada tras un cerco de bayonetas o de lo contrario se verá obligado a entregar el mando a la oposición. La Constitución que promovió el finado caudillo de Barinas y que las masas entusiastas aprobaron por aplastante mayoría (en estos regímenes las mayorías siempre aplastan), conservó su validez mientras sirvió a los intereses de la camarilla dominante, que eran por su propia definición los intereses “del pueblo”. Como ese apaño ya no funciona, el Gobierno hace caso omiso de las normas que él mismo se impuso. Porque en el mundo del socialismo real el fin siempre justifica los medios.  Y de lo que se trata allí es de preservar el poder de los jerarcas del partido gobernante, sus parientes y amigos boliburgueses, y seguir proporcionando a La Habana al menos una fracción de los subsidios petroleros indispensables para la subsistencia del tardocastrismo.

En ese contexto, el que piensa de otro modo y manifiesta su desacuerdo no es un adversario, sino un enemigo del pueblo.  Su nicho ecológico es el paredón, la cárcel o el exilio.  Si el régimen de Maduro consigue matar, encarcelar y expulsar del país a un número suficiente de venezolanos, como hicieron los hermanos Castro entre 1959 y 1962, quizá logre sobrevivir muchos años más. Sus mentores cubanos harán todo lo posible porque lo consiga y pondrán toda la carne ajena en el asador, cuidando bien de no involucrarse demasiado para que EEUU no se sienta obligado a intervenir en el pugilato. En tiempos como los que corren y con un presidente como Trump en la Casa Blanca, mejor curarse en salud.

La oposición venezolana dispone todavía de un pequeño margen de oportunidad para echar a Maduro y sus secuaces, antes de que estos den la última vuelta de tuerca e implanten un sistema de terror análogo al que permitió la supervivencia del castrismo en la década de los 60. Agotado ese plazo, la masa crítica opositora habrá disminuido y el miedo habrá aumentado lo suficiente como para asegurar la prolongación de la dictadura.

Quienes en Cuba o fuera de ella sueñan con llegar a ser una oposición leal y reformar el castrismo “desde dentro”, deberían tomar nota. Quienes creemos en la eficacia de la protesta popular, también.

Como otros regímenes totalitarios a lo largo de la historia y lo ancho del planeta, el comunismo leninista es irreformable. Los albaceas de la herencia que dejó el difunto Comandante Único lo saben de sobra.

Y Cuba no es Venezuela. Es mucho peor.

Publicado originalmente en Diario de Cuba Miguel Sales

Written by Diario de Cuba

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