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Los verdugos de Cuba siguen en el poder

Bandera de Cuba frente al Capitolio de La Habana
Bandera de Cuba frente al Capitolio de La Habana

A comienzos de la década de 1960, como de costumbre, mis padres me llevaban por las noches al Malecón. Para ser precisos, al Parque del Anfiteatro. Ya el Malecón, La Habana Vieja, toda Cuba iba perdiendo sus luces. Pero todavía quedaba el camión de los helados Siboney. Todavía alquilábamos bicicletas en Cuba 8. Todavía Acetolia vendía sus cucuruchos de maní. La gloria para un niño de barrio pobre.

Entonces, después del cañonazo de las nueve, ellos comenzaban a llegar. Callados, distintos. Las esposas, los padres, los hermanos, los hijos. “Ahí está la gente de los presos”, decía mi padre. Junto al muro del Malecón esperaban y esperaban, con los ojos clavados en la muralla de la Fortaleza de La Cabaña. Del muro a la muralla habrá unos 200 metros. El modesto ancho del canal de la bahía, coronado en su ribera este por el colosal Cristo de La Habana. De manera que a uno y otro lado pueden escucharse las mutuas voces, los trajines, la música.

A eso venía la gente de los presos. A escuchar. Escuchaban las órdenes de mando al pelotón de fusilamiento. La sincopada marcha, el estrépito de los metales contra las piedras, una tos, una carcajada. Escuchaban el chasquido de los reflectores que iluminaban el profundo foso del otro lado de la muralla. Los presos, a su vez, sabían que allí estaba su gente. Así que se gritaban de uno a otro lado por sobre el canal de agua negra. Las voces de los presos amplificadas por la cuenca del foso y la piedra de la muralla.

Ni yo ni mis amigos teníamos más de diez años. Pero en nosotros quedó la memoria de esas noches. Ya adolescentes, ya hombres, más de una vez recordamos los detalles. Los presos gritaban sus nombres con sus apellidos, transmitían recados de otros presos, dictaban últimas disposiciones. Mi padre decía recordar el grito de uno de los presos: “¡Dinorah, dile al niño que su padre murió por Cristo!” Finalmente, los presos comenzaban a gritar: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Cristo Rey!” Hasta que los gritos se ahogaban en la cuenca del foso bajo el trueno de los fusiles.

Dicen que al Che Guevara le gustaba contemplar los fusilamientos desde el tope de la muralla. El preso político y poeta Jorge Valls contaba que a la tropa le divertía quedarse para ver a las lechuzas comerse la carnaza incrustada en la muralla. Para el Che debió ser un visionario espectáculo. Sobre los cuerpos de la crema y nata de la juventud católica se estaba alzando la Cuba atea, mesiánica, mercenaria, que llevaría dolor, miseria y destrucción a todo el mundo. La Cuba que arrasó con Cuba. El santuario de los asesinos y ladrones de todas las banderas. El mismísimo taller del diablo.

Por sus fusilados, por sus presos, por los que sufrieron persecución y ostracismo, la Iglesia de Cuba es mártir. Sus verdugos siguen en el poder. Sin mostrar una pizca de arrepentimiento. Se entiende, por supuesto, que esta Iglesia sea prudente. Se entiende, incluso, que negocie con sus verdugos. Pero esta Iglesia no puede hacer misa por Hugo Chávez. Ni adelantarse a dar pésame por Fidel. Ni congraciarse con Raúl. Ni asegurar que en Cuba no hay una sucesión dinástica. Ni permitir que el arzobispo de La Habana decrete su opción preferencial por el socialismo. Ni ningunear a los opositores. Ni lavarse las manos con las lágrimas de la Caridad del Cobre cuando el papa Francisco dice que Cuba es la capital de la unidad. Porque la gente de esta Iglesia todavía sufre y espera frente al Cristo.

Dinorah, por favor, diles.

Publicado originalmente en el Nuevo Herald por Andrés Reynaldo

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