Según el diccionario de la RAE, la palabra coherencia tiene varios significados. Los dos primeros aluden a la “conexión, relación o unión de unas cosas con otras”, así como a una “actitud lógica y consecuente con los principios que se profesan”. Los posicionamientos políticos de un segmento de la intelectualidad cubana, en la actual crisis venezolana, están a años luz de ambos sentidos. Resultan, por estricta definición, incoherentes.
Cuando aparecieron en los albores del siglo XXI la Revolución y Constitución bolivariana, algunos las aplaudimos desde Cuba, como una doble esperanza. Por un lado, la de superar un neoliberalismo que amarró la democracia representativa latinoamericana con políticas privatizadoras y ciudadanías de baja intensidad. Pero también —y eso era especialmente valioso dada nuestra insularidad autoritaria— como demostración de que un progresismo democrático, pluralista y redistributivo era posible en el continente. Justo el proyecto que no cabía —ni cabe— en las coordenadas, opuestas y a la vez coincidentes, de la dirigencia cubana y el exilio radical.
Por defender esas posturas el sistema nos tuvo siempre ojeriza. Algunos conseguimos, entre la vigilancia y la censura, ejercer un rato la docencia, hacer activismo y publicar textos en pro de un socialismo participativo y democrático. Descubrimos a los constitucionalistas bolivarianos y a los nuevos movimientos sociales. En mi caso, sin mayor épica, marché denunciando al golpe antichavista de 2002 y escribí un panfleto contra la reforma chavista de 2007. Ambos sucesos antidemocráticos, ambas acciones desde La Habana, ambas por cuenta propia. Y de ninguna me arrepiento.
Por eso no entiendo a esos compañeros de viejos tiempos que, conociendo al dedillo la historia y teoría política latinoamericanas, avalan hoy simultáneamente el reformismo en Cuba y la involución autoritaria en Venezuela. Defienden la expansión de derechos ante el Estado insular y justifican su restricción en el país sudamericano. Critican a los censores de La Habana pero le hacen coro a los torturadores de Caracas. Se llaman socialistas y republicanos pero apoyan a dictadores cuartelarios. Invocan un rato a Rousseau y aplauden luego a Carl Schmitt. ¿En serio creen que semejante actitud es, conceptual y éticamente, coherente?
Podrán alegar que el contexto autoritario les obliga a obrar así. Que es su único modo de “seguir a la izquierda”. No es cierto. Hay cubanos que —desde posturas inequívocamente progresistas— ayudan allí a comunidades en riesgo e impulsan causas como el periodismo ciudadano, la diversidad sexual y el ambientalismo. Otros, modestos pero coherentes, producen obras valiosas sin suscribir manifiestos que avalan la represión y sabotean las salidas pacíficas y democráticas a la crisis venezolana. No son héroes, pero sí gente decente.
La ausencia de información, la inmadurez política o el miedo no justifican tamaña incoherencia. En Venezuela se juegan hoy el respeto a la soberanía popular como principio fundante de la democracia, la protección del derecho civil a disentir, la posibilidad de una izquierda que defienda todos los derechos humanos para todos. Se juega la vida y el futuro de mucha gente, que está siendo ahora mismo masacrada, apresada, hambreada, expulsada. Ojalá recapaciten y alcen su voz. O al menos, por vergüenza, permanezcan callados.
Publicado originalmente por La Razón de México por Armando Chaguaceda