Manuel venera al glaucoma que lo dejó ciego. Parece increíble, aunque así asegure este hombre de setenta años que es incapaz de constatar mi asombro con sus ojos, pero lo intuye. “¿Te dejé con la boca abierta?”, pregunta, y yo respondo con un sí bien tímido, entonces se explica; me advierte que todavía sufre porque ya no puede leer buenos libros, “pero me salvo del infarto sin mirar el Granma”.
También extraña algunos rostros, sobre todo los de sus hijos, el de su esposa, sin embargo cada cuatro años se reconcilia un poco más con la pérdida, “completica”, de su visión. Resulta que Manuel no tiene ninguna fe en esas “elecciones” que ahora se acercan, y para que no lo molesten con “ese cuento”, justifica su negativa, se explica, aduce que no pudo leer las biografías de los candidatos que pusieron en la bodega, y luego se carcajea. “Ellos no son bobos pero no van a hacerle una bronca a un pobre ciego”.
Hace ocho años que Manuel perdió la visión, y la pasó mal al principio, quizá todavía. “No podía entender mi desgracia”, recuerda, “me preguntaba por qué a mí, que fui siempre un hombre bueno”. Manuel no conseguía entender por qué el glaucoma se había ensañado con él, haciendo que no pudiera ver la cara de sus hijos, la de su mujer. Sentado en el portal de la casa no reconoce a quienes ofrecen saludo, pero asegura que el oído lo ayuda a veces.
La primera gran reconciliación con su desgracia llegó en un día de “elecciones”, como las que ahora se acercan, y Manuel no supo, aunque intuía la verdad, si en el rostro de sus vecinos había euforia o desencanto. Escuchaba comentarios que no podía contrastar con las expresiones de esos rostros. Así llegó aquel domingo en el que anunció a su familia que no iba a votar.
Todos pusieron el grito en el cielo… “mi hija Rosa, quien ahora está en Miami y que por esos días era militante del partido, me dijo horrores, y aseguró que yo quería perjudicarla…, aunque no era cierto”. La verdad, asegura él, es que la ceguera lo dejó ver un poco más, a ser más libre e intuitivo, lo llevó a negarse a ser parte de una farsa.
Y continúan sus recuerdos de ese día: “Pregunté la hora y mi esposa me dijo que faltaban diez para las seis de la tarde. Fue en ese preciso instante en el que tocaron a la puerta”. La hija Rosa, acariciando su cabeza, le anunció que habían llegado dos pioneros y una miembro de la mesa electoral, trayendo su boleta, que se apurara, que estaba bien cerca la hora de cerrar el colegio electoral.
“Yo no voy a votar”, dijo el viejo, y la “miembro” le preguntó el porqué. “Porque no conozco a los candidatos, porque soy ciego y no pude leer sus biografías”. La otra aseguró que ella misma podría leérselas, que mandaba a un pionero a la bodega para que las arrancara de la pared, pero él volvió a decir que no, porque era ciego, porque no podía ver el lugar que ocupaba cada candidato en la boleta. “¿Dónde pongo la cruz?”, dijo, y la de la mesa: “Usted me dice cuál le gusta más y yo marco”. Manuel se enfureció, le preguntó si pretendía votar por él.
Manuel se desesperó ante la insistencia, dijo que no, y echó a la mujer de su casa. “Vaya a engañar a otro, soy ciego pero no bobo”. Así fue que Manuel resolvió esa vez, apoyándose en su ceguera, apoyándose en su “visión”, de las “cosas”. Manuel cree que esa fue la vez que tuvo mejor vista; y es que sabía bien que ninguno de los dos candidatos resolvería nada, que ninguno tenía poder para resolver algo esencial, algo importante y que diría cada vez lo mismo: “Que el panadero sería sacado de su puesto de trabajo; que el bodeguero, si es que no podía pagar el silencio de sus superiores, también iría a la calle. Pero los verdaderos ladrones seguirían en el mismo lugar”.
Este “ciego” asegura que esas “cosas” que elegimos no son más que peones en función de un rey, todos sobre un tablero de cuadros coloreados, y con un camino bien trazado, predeterminado, y sin derecho a la espontaneidad; siempre con pasos cortos, sin independencia, sin libertad para la acción. Él cree que no hay buenas elecciones si no florecen las posibilidades, y cree que no hay buenos electores si no son capaces de reconocer toda esa riqueza de posibilidades. Por eso asegura que aquel domingo le volvió, en algo, la visión que nunca antes tuvo.
Manuel tampoco votará ésta vez. Él tiene la certeza de que en Cuba, en sus elecciones, no existe la deliberación, esa que propicia el debate y el entendimiento de la verdad. “¿Quién les dijo que con veinte líneas escritas en un papelito, que pegan luego en la bodega, se conoce a un hombre?”
Manuel dice que votará el día que pueda elegir a un presidente sin que importe su filiación política, pero teme que no llegue a verlo. La realidad acongoja a este hombre que se sienta en la puerta de su casa y que no puede ver el rostro a los transeúntes, pero a veces los escucha, y le duele mucho cuanto dicen. A veces escucha también los noticiarios, y el dolor es peor. Es por eso que Manuel me dijo que hay días en los que quisiera quedarse sordo, que sería una manera de estar muerto, de no ver ni escuchar lo que le duele. ¡Pobre país mío!, dice, y apunta a su sien con el índice de la mano derecha, simula un disparo.
Publicado originalmente en Cubanet por Jorge Ángel Pérez