Un texto en defensa de El Lumpen y no porque El Lumpen lo necesite

Dec 24, 2025
A Tere Felipe, que siempre está metiendo las na.... rices donde no debe. A los otros, sin obra reconocida dentro del humor, todos, que sin argumentos recurren al descrédito para intentar ganar una pelea que de antemano saben perdida. 

Este texto no se escribe para salvar a El Lumpen de nada, ni para pedir comprensión, ni para convencer a quien ya decidió no leer. Se escribe para dejar constancia de una posición. Para ordenar una discusión que no gira alrededor de una “noticia” concreta, sino alrededor de cómo se ha aprendido a entender —y a domesticar— el humor, la sátira y la risa en Cuba.

Que conste, ayer publicamos una especie de editorial sobre El Lumpen y sobre esta noticia en sí: las “declaraciones” del cosmonauta Arnaldo Tamayo Méndez.

Justo más tarde, en la noche, alguien me hizo llegar estas declaraciones y comentarios:

Y este post, de un perfil al parecer anónimo.

Y eso merece una respuesta. O tal vez no, pero sí. Ahí les va.

Amores míos… La pieza sobre Arnaldo Tamayo Méndez no funciona como información literal ni aspira a hacerlo. No intenta demostrar que alguien dijo algo, sino provocar una fricción: el contraste entre una figura convertida en emblema nacional y la precariedad cotidiana. Tampoco es una pieza única.

Ese texto en particular, muchachitos ofendidos, no apunta al hombre, sino al dispositivo simbólico que ha elevado y luego ha dejado caer a miles de cubanos. El blanco no es Tamayo Méndez como individuo, sino la épica estatal que fabrica héroes, los exhibe y después los devuelve a la libreta, al apagón, a la enfermedad sin respaldo. Ese desfase no es una invención humorística: es una experiencia reconocible. Y por eso funciona, porque muchos ven en el individuo, no en Tamayo Méndez, al vecino.

A estas alturas de la vida yo pensaba que ya Uds. podían discernir ambas cosas pero… parece me he equivocado.

La pieza número uno

El humor en esa pieza no está puesto para rematar ni para buscar complicidad inmediata. Está construido para exponer. Las imágenes – lo dicho, no las fotos, que Uds. a veces son muy elementales en sus juicios y toman las palabras literal – no son gratuitas ni ornamentales. La “sinceridad orbital”, el “momento DDR”, el refrigerador vacío, el cuerpo que flota por no haber desayunado, las medallas usadas como lámpara improvisada, la luz patriótica “como de museo cerrado”, todas empujan hacia la misma idea: la gloria convertida en utilería, no en Tamayo Méndez, no: en miles de cubanos. No hace falta nombrar el abandono institucional a miles de soldados en la guerra en Angola, por mencionar solo una, cuando las medallas, que deberían significar protección y reconocimiento, apenas sirven para alumbrar un poco en la oscuridad. La crítica no se declara: se muestra.

La elección del personaje tampoco es casual. El primer y único cosmonauta cubano, Héroe de la República de Cuba, es una cápsula perfecta del relato oficial: ciencia, prestigio, alianza soviética, Cuba proyectada más allá del planeta. Si incluso esa cápsula aparece atravesada por hambre, apagones y pastillas, la sátira no dice “mira qué mal le va a este señor”, sino “mira hasta dónde llega el deterioro cuando alcanza incluso a los símbolos mejor blindados”. Ahí es donde la pieza se vuelve política. No por el tema, sino por el lugar desde donde habla.

La escena del contacto con Baikonur y el “Пошёл к чёрту”Vete al carajo, en español – opera en ese mismo registro. Por un lado, clausura cualquier ilusión de respaldo histórico: ni la vieja matriz soviética debe nada, ni responde con épica a los de la isla. Por otro, liquida la nostalgia geopolítica como salvavidas simbólico. El pasado aliado no rescata el presente. La puerta está cerrada. El héroe queda aquí, en lo concreto.

Incluso los elementos que podrían leerse como “detalles graciosos” dentro de la nota cumplen una función estructural. El Chikungunya no es un adorno: es el peso que rompe la metáfora de la flotación y una actualidad real y peligrosa en el país caribeño. Por eso, “dice Tamayo” que cuando el cuerpo enferma, deja de flotar y vuelve a caer sobre el país real. La barrita de proteína del viaje con Yuri Romanenko no es memorabilia: es despensa. El archivo heroico convertido en supervivencia. El pasado como último recurso material. No hay ahí chiste fácil, hay una imagen dura que no busca simpatía, porque, gente… ¿qué barra energética resiste 40 años? ¡Obvio que ninguna!

La pieza se sostiene también por su forma. Adopta elementos de una supuesta entrevista periodística, clásica, con declaraciones, contexto y cierre, pero la llena de una lógica emocional verosímil: el arrepentimiento de haber vuelto con expectativas, referente a cualquier cubano que alguna vez vivió en el extranjero, pero regresó a la isla.

En Cuba, “me debí haber quedado” no es solo una frase espacial. Es emigración, es fuga, masiva en estos últimos cinco años, es retrospectiva amarga. El cosmonauta encarna el extremo literal de esa frase: alguien que sí estuvo “allá arriba”, incluso fuera de todo espacio terrenal, un espacio distinto al de todos, y terminó atrapado en lo mismo que todos. Esa es la herida que el texto abre.

El cierre no ofrece consuelo. No es simpático ni optimista. No pide permiso y no regresa. No es un chiste de astronautas, es una acusación a la gramática del permiso que ha organizado la vida política del país: salir, entrar, regresar, agradecer. La trayectoria final no es espacial, es política.

Juzgando el humor escrito como lo que es

Todo esto obliga a mirar más allá del texto y preguntarse cómo hay gente que, sin los elementos y perjuiciados, se lanzan a juzgar el humor así de manera tan pedrestre.

El problema no es la pieza, nunca, sino el contrato mental con el que se lee. El humor no funciona por reglas objetivas ni por consensos universales. Funciona por percepción, por códigos compartidos, por la disposición del lector a entender que está entrando en un territorio donde no todo es literal. Cuando esa disposición no existe, como en el caso de Tere Felipe y otros que nos ocupan, el choque es inevitable.

Existe una diferencia clara entre el humor actuado y el humor escrito. El sketch, la parodia escénica, el personaje exagerado, ofrecen señales visibles de representación. El público recibe permiso para reír. El texto escrito, por el contrario, no hace eso. No actúa, no gesticula, no aclara intenciones. Exige lectura, contexto e interpretación. Y ahí muchos se sienten desarmados. No porque el texto sea violento, sino porque rompe una expectativa aprendida y a veces, como en este caso, una ideología.

La impersonificación en la sátira no busca engañar ni suplantar. Es un recurso clásico de la literatura política. El problema es que hoy muchos solo reconocen ese recurso cuando hay un cuerpo actuando. Sin eso, aparece una lectura literal, casi policial: quién dijo, cuándo, con qué intención. Y desde ahí nace la molestia. No del contenido, sino del desconcierto.

No todo el humor está hecho para caer bien. No todo busca carcajadas inmediatas. El humor satírico opera en otro tiempo: incomoda, roza, deja residuos. En un contexto como el cubano, donde las figuras simbólicas han sido blindadas por décadas de solemnidad, esa fricción se interpreta como falta de respeto, cuando en realidad es desmontaje crítico.

Aquí también hay una responsabilidad del lector, a fin de cuentas, ser humano pensante. Así como se aprende a leer ironía, se aprende a leer sátira. No todo texto tiene que adaptarse al lector más literal. Si el humor tuviera que suavizarse para no incomodar nunca, dejaría de ser una herramienta crítica y se convertiría en decoración. El Lumpen no es decorativo.

Todo esto se vuelve aún más claro cuando se mira el contexto histórico en el que nos encontramos viviendo o hemos vivido. Después de 1959, en Cuba no solo se persiguió la oposición política. Se desmanteló sistemáticamente el humor que tocaba al poder. La sátira fue arrinconada porque desacraliza. Generaciones crecieron sin referencias reales de humor político, aprendiendo que reír hacia arriba era una falta grave. Esa censura se volvió interiorizada.

En un sistema totalitario no basta con controlar lo que se ve. Se controla también cómo se consume y cómo se juzga. El humor se disciplina. Se vuelve costumbrista, lateral, inofensivo. Se permite la risa siempre que no cuestione jerarquías. Todo lo demás se marca como ataque.

Cuando el humor político se castiga, no desaparece: se reubica. Busca blancos seguros, a veces para mal. En una sociedad machista y heteropatriarcal como la cubana, esos blancos suelen ser los cuerpos vulnerables. Se normaliza el chiste contra el negro, el gay, el pinareño, el oriental al que se le llama “palestino”, la mujer adúltera, el hombre cornudo. No porque la gente sea naturalmente cruel, sino porque esa crueldad se institucionaliza como forma legítima de risa. Se construye un mapa de blancos permitidos y blancos prohibidos. El poder queda fuera.

En ese ecosistema ha surgido en Cuba una tradición de comedia basada en la humillación pública. Humoristas que convierten a personas del público en materia prima del espectáculo. Un escenario, un micrófono, aplausos, y un individuo reducido a objeto. El Lumpen jamás ha recurrido a eso.

Eso se aceptó durante años como “buen humor”. No como excepción, sino como norma. Mientras tanto, la sátira que rozaba símbolos reales del Estado se consideró irrespeto. Se protegió al símbolo y se expuso al individuo. Esa inversión moral es clave para entender muchas reacciones actuales.

Incluso cuando el humor en la isla toca instituciones como el ejército, lo hace bajo condiciones muy precisas: un “militar” abstracto, genérico, sin nombre. Se puede bromear con la figura, siempre que no se cruce la frontera de lo concreto. No es que el humor esté prohibido: está domesticado. Se puede reír, siempre que no apunte al centro.

El Lumpen opera desde otro lugar. No trabaja con el chiste de catálogo. No usa identidades como materia prima. No reproduce el atajo machista, homófobo o humillante. Desplaza el foco hacia el aparato, la solemnidad, el absurdo institucional, usando en ocasiones supuestas declaraciones de los implicados.

El ejemplo de la tortilla entre Lis Cuesta y Vicky Gil es revelador. En el contexto cubano, lo fácil habría sido el morbo, la insinuación sexual, el chisme como combustible: la amenaza de Vicky. El texto, sin embargo, hace lo contrario: gira hacia lo culinario, hacia el detalle banal de tener un cartón de huevos, convertido en símbolo del privilegio de la Cuba actual y la burbuja en que algunos viven. No sexualiza, no estigmatiza. Cambia el eje.

Ese desplazamiento no es ingenuo ni estilístico. Es una postura ética. Renuncia a la risa fácil aprendida en no pocos streamers de hoy en día, para obligar a mirar la estructura. El ridículo nace solo, sin pisotear a nadie. Eso exige disciplina. Saber qué no tocar como atajo y dónde poner la lupa para que el poder quede expuesto sin convertir la sátira en bullying; aunque siempre las redes sociales harán lo suyo. Lamentablemente.

Por eso este no es un texto de defensa porque El Lumpen lo necesite ya que ha sido un medio que durante años ha caminado en la cuerda floja sin deshumanizar ni violentar a nadie, más allá de lo burlesco a lo que se puede exponer y debe estar consciente de estar expuesto, toda figura pública. Es una defensa de la sátira como forma de pensamiento. De la risa que juzga. De la incomodidad como señal de que algo está funcionando. A veces no molesta lo que se dice. A veces molesta que, por una vez, el humor no pida permiso.

No solo humor

El Lumpen no tiene que ver solo con el humor, sino también con la lectura como práctica cultural. El Lumpen ha funcionado, sin proponérselo como programa pedagógico, como una prueba de estrés para el lector cubano: ha dejado al descubierto carencias interpretativas profundas, el hábito extendido de leer solo el titular, de quedarse a mitad del texto o de consumir frases sueltas sin contexto. Mucha gente no falla porque “no tenga humor”, sino porque no termina de leer, no conecta capas, no reconoce la ironía, no practica la lectura entre líneas. Se reacciona antes de comprender.

Ese déficit no es individual ni casual. Es el resultado de años de entrenamiento en una lectura literal, obediente, donde el texto debía decir exactamente lo que significaba y donde salirse de ese carril era peligroso o inútil. En ese marco, la sátira escrita se vuelve un campo minado: exige tiempo, atención y la capacidad de aceptar que una voz no siempre coincide con quien firma, que una frase no siempre se lee en clave directa. El Lumpen no explica, no subraya, no guía; confía en que el lector llegue. Y cuando el lector no llega, la reacción suele ser enojo, acusación o escándalo, no revisión del propio acto de leer.

En esta disección de los lectores posibles de El Lumpen falta un grupo clave, y es quizás el más revelador: aquellos que, mientras avanzan en el texto, detectan una “mentira” —un dato imposible, una declaración que no ocurrió, una escena exagerada— y en ese punto abandonan la lectura. No llegan al final, no verifican el tono, no reconstruyen el sentido. Se quedan en el hallazgo prematuro, como si hubieran descubierto una trampa, y desde ahí dictan sentencia. No leen la mentira como recurso satírico, sino como error, manipulación o mala fe. Y lo más grave: no necesitan terminar de leer para sentirse con derecho a juzgar.

Ese gesto dice mucho más del lector que del texto. Revela una lectura entrenada para detectar fallas literales, no para interpretar intenciones y a la postre, pocas neuronas, poca materia gris, escaso cerebro. Una lectura que confunde verdad con exactitud factual y que no concibe que, en ciertos registros, la mentira no sea el problema, sino la herramienta. El Lumpen expone ese reflejo con crudeza: quien se baja del texto en el primer “dato falso” no está siendo crítico, está siendo literalista. Y el literalismo, en un terreno como la sátira, no es rigor: es incapacidad de lectura.

Lo que ocurre después es casi mecánico. El lector que no llegó al final acusa al texto de engaño, de irresponsabilidad, de “fake news”, sin haberse detenido a entender qué tipo de pacto narrativo se le estaba proponiendo. No falla el texto; falla el contrato de lectura. Y El Lumpen, al no corregir, al no explicar, al no pedir disculpas, deja esa falla expuesta. No para humillar al lector, sino para mostrar algo más profundo: que también se nos ha desentrenado para leer mentiras que dicen verdades. Y que esa pérdida, en un país como Cuba, no es un detalle cultural, sino una consecuencia política.

En ese sentido, El Lumpen no solo ha incomodado al poder o al periodismo, sino también a un público acostumbrado a que el texto le haga todo el trabajo. Ha mostrado que leer mal también tiene consecuencias: se malinterpreta, se ofende uno solo, se pelea con fantasmas. Y eso explica muchas de las polémicas que genera: no porque el texto sea confuso, sino porque exige algo que se ha ido perdiendo. Leer con contexto. Leer pensando. Leer completo… y al post de Tamayo Méndez, le faltaba una parte.

La segunda pieza

Luego vino un segundo post, sobre Deborah Andollo.

Un comentario dejado en la publicación sobre las declaraciones de Andollo, y aquí no utilizo la palabra supuestas porque a estas alturas, luego de diez y tantos años haciendo lo mismo y explicado allá arriba, le seguiremos el juego a El Lumpen y daremos las declaraciones como ciertas, añade una lectura interesante sobre lo ya, a hasta ese momento se había escrito.

Solover Risas, expresó:

El texto que compartes es una pieza de sátira política y social muy afinada en tono y contenido. Utiliza la figura de Deborah Andollo, célebre apneísta cubana, y la del cosmonauta Arnaldo Tamayo Méndez (primer latinoamericano y afrocubano en el espacio) para establecer un paralelismo humorístico y crítico entre dos “extremos”: el espacio y el fondo del mar, como metáforas de la situación material y moral de Cuba. Bajo su aparente absurdo (“debí haberme quedado allá abajo”), el texto ironiza sobre varios temas: El contraste entre épica y realidad material: mientras la propaganda exalta los logros “celestiales” (Tamayo en órbita), la narradora señala que “abajo” —en el fondo marino— había comida abundante y natural. Es una crítica mordaz al hambre y la escasez. El pragmatismo nutricional frente al idealismo político: la alusión a “langosta, camarón y peces suficientes” subraya que la supervivencia y la nutrición real valen más que los discursos heroicos.El doble sentido de “abajo” y “arriba”: “abajo” no solo es el mar, sino el pueblo; “arriba” son las élites y las alturas ideales del poder o la gloria.La última frase redondea el mensaje con dureza poética: “el problema no era la gravedad ni la ideología, sino cuánto tiempo se puede aguantar (sin subir a respirar)”. Aquí la necesidad de “salir a respirar” se vuelve metáfora de la emigración, el agotamiento y la falta de aire en la vida cotidiana cubana.En suma, es un texto brillante, con humor aparentemente ligero, pero cargado de crítica económica y existencial.”

Ahí hay una capa decisiva que vuelve el texto, los textos, todavía más incómodo(s) y más completo(s), y es la sociológica, no la metafórica. Porque no se trata solo de “arriba” y “abajo” como coordenadas físicas o narrativas, sino de dos biografías que nacen en extremos opuestos del país real, nacidos en dos generaciones distintas, con pensamientos distintos, y que el discurso oficial suele aplanar cuando le conviene.

Arnaldo Tamayo Méndez es negro, pobre, oriental, de origen campesino. Su trayectoria encaja de manera casi perfecta en el relato meritocrático revolucionario: el muchacho humilde que, gracias al sistema, llega literalmente al cielo. Deborah Andollo, en cambio, es blanca, rubia, habanera, formada en un entorno de privilegio, hija de un general. Su cuerpo y su carrera deportiva se desarrollan dentro de un país que, aunque proclame igualdad, nunca ha distribuido de la misma manera el acceso a los distintos espacios del país. Sociológicamente, son dos Cubas que conviven sin tocarse, dos mundos que el discurso épico suele reconciliar a la fuerza bajo una misma bandera.

Y ahí es donde la sátira de El Lumpen se vuelve más fina de lo que ya parece. No está poniendo a competir dos gestas deportivas o dos aventuras extremas, sino dos posiciones sociales frente a la escasez y la supervivencia. El cosmonauta vuelve del espacio con medallas, pero sin comida. La apneísta recuerda el fondo del mar como un lugar donde, al menos, había recursos inmediatos para alimentarse. El contraste no es moral ni personal: es estructural. No es quién es mejor, sino quién puede resolver sin pedir permiso, quién depende menos del relato y más del entorno material.

Leído así, el texto no se burla de Tamayo ni glorifica a Andollo. Expone una asimetría histórica: al negro pobre se le concedió la épica como compensación; a la hija del General, la capacidad de moverse en un mundo donde la épica es opcional y ella optó por el deporte. Cuando Andollo dice que “debió haberse quedado abajo”, no habla solo del mar. Habla, sin decirlo, de un país donde estar “abajo” —lejos de la propaganda, de las consignas y de las alturas simbólicas— a veces garantiza más oxígeno que estar “arriba”, sostenido solo por el discurso.

Por eso el texto funciona más allá del chiste. Porque debajo del humor hay una radiografía social incómoda: la Revolución prometió aire para todos, pero terminó administrando quién respira, cuándo y a qué profundidad. Y en ese reparto, como casi siempre en Cuba, el color de la piel, el lugar de nacimiento y el apellido siguen pesando más que cualquier hazaña, incluso una que ocurrió fuera del planeta.

Cuando pensé en Tamayo, no pensé en Tamayo como individuo. Pensé en el héroe como categoría. En la gloria administrada. En ese cuerpo simbólico que el Estado cubano ha usado durante décadas para representar sacrificio, épica y deuda saldada. Tamayo funciona ahí como un vehículo, no como destino. Como una estrella que pasó por el cielo y regresó con la carrocería llena de medallas, pero sin garantías de vida digna.

Y en ese sentido, Tamayo no está solo ni es excepcional. Está acompañado por miles. Ya lo dije encima. Por los que fueron a Angola, a Etiopía, a misiones “internacionalistas” de todo tipo. Por los que combatieron, los que murieron y los que sobrevivieron para volver a un país que no sabía muy bien qué hacer con ellos una vez agotada la utilidad simbólica. Muchos de esos hombres —negros en su mayoría, pobres en su origen, campesinos u orientales— regresaron a la misma miseria de la que salieron, solo que con más consignas encima y menos margen para quejarse.

Ahí es donde el texto deja de ser un chiste sobre un cosmonauta y se convierte en una acusación más amplia. No habla del espacio ni del mar. Habla de cómo la Revolución gestionó la épica como sustituto de justicia social. A esos cuerpos se les ofreció gloria, pero no continuidad. Se les dio relato, pero no estructura. Se les pidió todo y se les devolvió poco. Y cuando hoy se habla de hambre, apagones o precariedad, el sistema espera silencio, porque ya pagó con historia.

Por eso la frase “debí haberme quedado allá arriba” no es literal ni individual. Es colectiva. Podría decirla cualquiera de esos hombres que dieron su juventud, su salud o su vida por una promesa abstracta. Es la frase del que entiende tarde que la gloria no alimenta, que la medalla no alumbra, que el sacrificio no garantiza futuro. Y ahí, sin nombrarlos uno por uno, el texto los convoca a todos.

Lo que El Lumpen hace, en ese punto, permítaseme aclarárselo a estos muchachitos, no es burlarse del héroe. Es desactivar la coartada. Mostrar que el problema no es que alguien haya ido al cielo, al África o a cualquier misión imposible. El problema es volver y descubrir que la épica fue un viaje de ida… pero solo para el discurso. Al menos así opinan miles de cubanos; muchos más de los que los ofendidos quisieran creer.

La tercera pieza

Ya completeado el tríptico —Tamayo, Andollo, Sotomayor— lo interesante no es la ocurrencia ni el chiste puntual, sino el mapa social que se dibuja sin declararlo. Tamayo funciona como el héroe-categoría, no como el hombre. Es el cuerpo negro, humilde, muchas veces oriental o campesino, que el Estado selecciona para elevarlo a símbolo y luego usarlo como prueba viviente de su promesa: “mira lo lejos que puedes llegar si obedeces”. Esa es la biografía que el discurso oficial adora porque le permite convertir la desigualdad de origen en épica de destino. Pero el mismo mecanismo que lo sube también lo deja a merced de la realidad material cuando se apagan las luces del relato. El héroe, una vez cumplida su función, vuelve al país común. Y ahí el texto satírico no se burla de él: se burla del contrato. Del trueque que propone la Revolución: gloria a cambio de vida.

También es la persona que “hizo realidad” el sueño de cada cubano cuando se encuentra a una situación que exaspera sus límites y grita al aire: “Tengo ganas de coger un cohete e irme para la Luna (o Marte)”. Tamayo lo hizo, pero debió regresar, porque “allá arriba” no se garantiza la permanencia plena, por mucho que nos duela estar acá abajo y querramos a cada rato u cohete.

Andollo entra como contrapunto no porque sea “mejor” ni porque el mar sea más hermoso, sino porque representa otro lugar dentro del sistema. Su origen habanero, blanco, de familia militar, sugiere un acceso distinto a redes, cuidados y margen de maniobra. En ella la épica no es la única moneda. Su “abajo” es un abajo con recursos: comida, entorno, control del cuerpo, posibilidad de resolver sin pedir permiso. Y esa es la ironía dura de la comparación: mientras la propaganda presume de haber llevado a un negro pobre al cosmos, la realidad termina pareciendo una trampa donde el premio máximo es simbólico y la supervivencia no viene garantizada. El mar, en la sátira, no es naturaleza. Es el lugar donde la vida todavía ofrece algo más bello que un cosmos oscuro, sin que un aparato lo administre. Por eso “la respuesta de Andollo”, más que una burla, suena como un inventario: no está negando la gloria; está recordando que la gloria no alimenta.

También es la persona que “hizo realidad” el sueño de cada cubano cuando se encuentra a una situación que exaspera sus límites y grita al aire: “Tengo ganas de desaparecer en el fondo del mar”.

Sotomayor, en cambio, trae el tercer elemento que completa el cuadro: la tierra firme. Él es el que no se fue ni arriba ni abajo, aunque se elevó reiteradamente “por los cielos” y bajó siempre por “gravedad” a la tierra en viajes temporalmente cortos. Es, paradójicamente, el que mejor desmonta la ficción, entre el que casi no puede verse o tocarse, o el que reside fuera.

Sotomayor representa al cubano que sí cumplió el mandato completo: se sacrificó y se convirtió en símbolo mundial sin necesidad de metáforas, en el terreno más “legible” para el Estado, donde miles de negros destacaron y llevaron el nombre de Cuba al pedestal terrenal más alto del deporte. Al que aún no le han roto el récord. Tampoco otro cubano ha subido al cielo; ninguna otra cubana ha bajado tan profundo como Deborah. El ha subido y ha descendido.

Y aun así, en su intervención satírica, y esa foto más terrenal que los otros dos, donde “se le ve repartiendo pizzas”, deja claro que el listón que se le puso al país es inhumano: si ya no basta con saltar altísimo, si ahora la vara está en el espacio o en el fondo del mar, entonces la épica se convierte en una forma de violencia. Ya no hay motivación, sino imposición. El héroe deja de ser excepción admirable y pasa a ser estándar que aplasta.

El propio Sotomayor “lo explica”, si es que sus neuronas no les alcanzan a comprender lo que parece obvio:

“Ni la gente puede ir donde fue Tamayo, ni puede bajar a dónde bajó Deborah.”

Ese “listón” no es deportivo. Es sociológico. Es la vara con la que el poder ha medido a la población durante décadas: siempre un sacrificio más, siempre una misión más, siempre un aguante más. Para el negro pobre que fue a Angola o a Etiopía, para el que volvió con trauma y sin pensión suficiente, para el que perdió una pierna y ganó una consigna, ese listón ha sido un mecanismo de deuda eterna. Se les pidió que fueran extremos. Se les educó para creer que vivir normal era poco. Y la sátira, al colocar a Tamayo en la órbita y a Andollo en el fondo, lo que hace es exponer lo absurdo del mandato: que el cubano “valioso” tiene que estar siempre fuera de la vida común, siempre al límite, siempre lejos del presente.

Por eso la lectura sociológica del conjunto no trata de mar contra espacio. Trata de jerarquías y de acceso. Trata de cómo una sociedad que se proclamó igualitaria siguió produciendo biografías de privilegio y biografías de sacrificio, solo que maquilladas por el lenguaje de la épica.

Tamayo sirve como símbolo de ascenso y, al mismo tiempo, como prueba de abandono, aunque él, como tal, no lo está; Andollo como símbolo de una vida hermosa con margen; Sotomayor como recordatorio de que incluso el mérito máximo no garantiza un suelo. En los tres casos, lo que queda al descubierto es lo mismo: la épica como sustituto de justicia, la promesa como sustituto de instituciones y el sacrificio como sustituto de derechos.

Y ahí, finalmente, se entiende por qué esto golpea al lector cubano de una forma particular. Porque el cubano fue entrenado para respetar los símbolos, para admirar la hazaña y para no preguntar por el después. La sátira invierte esa educación sin explicarla: toma los símbolos más blindados y los devuelve a la pregunta material. ¿Qué pasa cuando se apagan los reflectores? ¿Qué queda cuando se acaban las barritas, las medallas, las fotos y la historia?

¡Queda el país, coño! Y el país, visto desde esa triple escena, no es una patria épica: es un lugar donde el presente se volvió tan áspero que hasta quedarse “arriba” o “abajo” empieza a parecer una opción razonable.

En ese sentido, la trilogía no ridiculiza a tres figuras. Ridiculiza una pedagogía. Ridiculiza el hábito de exigirle al ciudadano que sea extraordinario para merecer una vida decente. Y la frase que queda flotando no es la del cosmonauta ni la de la apneísta: es la del atleta. El listón está demasiado alto. No porque haya gente capaz de saltarlo, sino porque el país lleva demasiado tiempo usando el listón para que la mayoría no llegue nunca.

Pero Uds… solo saltaron el primer listón. El más bajo. El único que podían saltar.

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