La escena ocurre en un plató sobrio, con gráficos económicos y un lenguaje que intenta simular normalidad técnica.
En una reciente emisión de Cuadrando la Caja, un académico cubano, presentado como voz autorizada, habló del consumo de arroz y de papa en Cuba. No lo hizo desde la escasez visible, ni desde la angustia cotidiana del plato incompleto, sino desde la lógica fría de la eficiencia: cultivos caros, importaciones gravosas, hábitos alimentarios que, según el enfoque, deberían “revisarse”.
El mensaje no era nuevo, pero sí el contexto. En Cuba, hablar de arroz y papa no es hablar de preferencias, sino de historia, salario, libreta, sobrevivencia y ausencia de alternativas. Por eso el fragmento no se quedó en el estudio y se desplazó con rapidez hacia otro terreno: las redes sociales.
La polémica no estalló únicamente por lo dicho en términos económicos, sino por lo que vino después. En el ecosistema digital cubano, donde la televisión estatal convive de mala gana con una opinión pública fragmentada y desigual, la reacción atribuida a la conductora del programa, Marx Lenin Pérez, fue llamar “gusanos” a quienes criticaban el enfoque del segmento. Según ella la gente había malinterpretado y sacado de contexto lo dicho y sugería desde su perfil de Facebook, que vieran el programa completo. ¡Solavaya!
Ya luego subía la parada.
Y luego se defendía.
El término de “gusano” no es inocente ni improvisado. En Cuba, “gusano” no describe una conducta puntual: clasifica, expulsa, invalida. No busca debatir, sino cerrar el intercambio. En ese punto, la discusión dejó de ser sobre arroz o papa y pasó a ser sobre quién tiene derecho a opinar sobre lo que come. Y según ella, Mario J. Pentón (y los demás) no tenían moral para hacerlo.
Ese desliz verbal no tuvo consecuencias visibles. No hubo rectificación pública, ni sanción administrativa, ni nota oficial que marcara distancia. Y ahí empieza a dibujarse un patrón que va más allá de un programa específico. Mientras ese tipo de “agresión simbólica” se normaliza desde espacios mediáticos oficiales y redes sociales, el sistema político cubano ha demostrado en otros casos una capacidad fulminante para sancionar palabras consideradas inconvenientes cuando provienen del lugar equivocado.
El contraste más evidente es el de la exministra de Trabajo y Seguridad Social, Marta Elena Feitó. En julio de 2025, durante una intervención pública, negó la existencia de personas en situación de indigencia en Cuba y habló de ciudadanos “disfrazados” de mendigos, de quienes revisan latones de basura o limpian parabrisas por elección. La reacción fue inmediata. En cuestión de horas, el aparato político y mediático tomó distancia, se habló de falta de sensibilidad y de desconexión con la realidad, y se anunció su salida del cargo. El mensaje fue claro: ese tipo de afirmación, dicha desde ese puesto, rompía algo esencial.
No rompía, sin embargo, la ética. Rompía el relato. El Estado cubano se sostiene, en buena medida, sobre la idea de que, a pesar de todas las carencias, existe una red de protección social que impide la exclusión absoluta. La frase de la ministra no reveló una política desconocida; expuso de forma demasiado cruda una lógica que suele manejarse con eufemismos. Al hacerlo, dejó al descubierto una contradicción central: la indigencia existe, pero no puede nombrarse así desde el poder. Por eso la sanción fue rápida y ejemplarizante.
La pregunta que se abre no es moral, sino política. ¿Por qué unas palabras se castigan y otras no? ¿Por qué una ministra cae por negar la pobreza visible, mientras comunicadores y comentaristas oficiales pueden insultar, ridiculizar o desacreditar a ciudadanos sin enfrentar consecuencias? La respuesta no está en la gravedad ética de las frases, sino en su función dentro del sistema.
Buena parte de estas batallas no se libran en el espacio público nacional, sino en un territorio que el poder cubano considera lateral, prescindible o directamente ajeno: el campo digital. Programas como Cuadrando la Caja o Con Filo salen al aire por la televisión nacional, pero el verdadero choque ocurre después, en Facebook, en X, en clips recortados y discusiones que no pasan por la señal abierta ni por la programación oficial y que no se discuten en la prensa.
Ahí aparece una realidad incómoda: la mayoría de los cubanos dentro de la isla no participa activamente de esas discusiones. No porque carezca de opinión, sino porque carece de acceso sostenido, barato y libre a internet. Los datos móviles cuestan, el tiempo se mide, y la prioridad cotidiana no es debatir con Humberto López en Facebook, sino resolver el día. El escándalo digital es, en gran medida, un fenómeno de minorías conectadas y, sobre todo, de emigrados.
Ese dato cambia el cálculo político. Cuando figuras como Humberto López, Michel Torres Corona o Gabriela Fernández dicen lo que dicen, la reacción más airada no proviene del público que el Estado considera su base social, sino de cubanos fuera del país. Personas que no dependen del sistema para sobrevivir y que el propio discurso oficial clasifica como enemigos, gusanos o mercenarios (cuando les conviene, porque para sacarle dólares…) Concederles razón no aporta legitimidad interna; al contrario, rompe una frontera discursiva cuidadosamente construida: la idea de que la crítica externa no es crítica, sino agresión.
Por eso los exabruptos digitales continuos de figuras como Francisco Rodríguez Cruz, el Vicepresidente de la Unión de Periodistas de Cuba conocido en redes como Paquito el Cuba, no generan sanción. Ocurren en su página de Facebook, en un espacio que el Estado no reconoce como foro legítimo de deliberación nacional. Quienes lo interpelan suelen ser emigrados, voces que el sistema ya ha decidido no escuchar. No hay costo político interno. No hay daño al relato.
El caso de la ministra fue exactamente lo contrario. No ocurrió en redes, ni en un muro personal, ni en un intercambio fragmentado. Ocurrió en un espacio oficial, visible, institucional, consumido por millones de personas dentro del país: una sesión de la Asamblea Nacional en la que, tras su intervención, se escucharon aplausos en la sala.
No fue una polémica de internet, sino una escena de Estado. Y no fue cuestionada solo por emigrados, sino por una población que sí ve la indigencia y que sí vive la contradicción entre el discurso y la calle. Ahí el problema dejó de ser comunicacional y pasó a ser político.
En buena lid, esa escena abre otra pregunta que el poder prefirió no tocar: si lo inadmisible era el contenido de lo dicho, ¿por qué la corrección se concentró en la ministra y no alcanzó, siquiera simbólicamente, al gesto colectivo que la acompañó en el momento? La sanción no cayó sobre una cultura de obediencia que aplaude casi por reflejo; cayó sobre una pieza específica, la visible, la que había dicho en voz demasiado alta lo que el sistema necesita administrar con eufemismos.
La plaza sitiada
Durante más de seis décadas, el poder político en Cuba ha organizado su relato alrededor de una idea central: la existencia permanente de un enemigo. No como coyuntura, sino como condición estructural. El conflicto no es un episodio; es el marco. La escasez, el control, la excepcionalidad y la dureza del lenguaje se justifican siempre en nombre de una batalla que nunca termina. Ese diseño explica por qué determinadas conductas se sancionan y otras se reproducen.
Ese diseño también choca con una incomodidad real: el campo digital es un territorio donde el Estado no controla completamente la escena ni el ritmo. En la televisión edita y ordena; en las redes se expone. Puede lanzar un mensaje, pero no puede impedir la respuesta, la burla o la captura que circula sin contexto. Por eso los funcionarios de alto nivel rara vez se embarran en la confrontación directa. No es moderación; es control de daño. Un funcionario que discute en redes pierde la ventaja estructural de decidir el escenario. Bueno, sí, está Fernando Rojas.
Para ese terreno existe otra categoría de actores: voceros mediáticos agresivos, opinadores, militantes digitales, cuentas coordinadas, activistas empujados desde estructuras partidistas. Vaya, las ciberclarias de toda la vida. Personas sin responsabilidades ejecutivas ni capital político que proteger. Su función es la confrontación. Pueden ser ruidosos, reiterativos, incluso burdos, porque no comprometen al núcleo del poder. Si se queman, se reemplazan.
En ese esquema, la llamada guerra en redes no es espontánea, pero tampoco completamente centralizada. Funciona como una externalización del conflicto. El Estado no pelea directamente, pero la pelea ocurre en su nombre. Eso permite mantener la ficción de institucionalidad y, al mismo tiempo, sostener una práctica constante de hostigamiento y descrédito en un terreno que el poder no domina del todo.
Este patrón se repite en la gestión de las caídas internas. El caso de Alejandro Gil Fernández lo ilustra con claridad. Destituido en 2024 y condenado en 2025, su salida no abrió un debate sobre el modelo económico, sino que cerró el caso de forma vertical. El mensaje no fue sistémico, sino personal: el problema fue este hombre. De nuevo, se protegió el relato.
El régimen cubano no necesita ganar debates digitales. Necesita sostener una narrativa de confrontación constante sin perder el control de los escenarios que considera propios. Para eso delega la pelea, subcontrata la agresividad y mantiene a sus cuadros formales a distancia del ruido. El enemigo sigue existiendo, la guerra sigue activa, pero la autoridad no se desgasta en el intercambio.
En ese diseño, el campo digital no es un espacio de deliberación, sino un frente secundario de batalla. Y como en toda batalla, no todos los soldados valen lo mismo. Algunos están para resistir, otros para caer, otros para ensuciarse las manos. El poder observa, calcula y, cuando hace falta, sacrifica una pieza visible para preservar el tablero.
La discusión sobre el arroz y la papa no era sobre agricultura. Era sobre discurso, control y jerarquía de riesgos. Mientras se debate qué debe comer la gente, se evita discutir por qué no puede comer lo que necesita. Mientras se sanciona una frase inconveniente, se normaliza el insulto funcional. No es una incoherencia moral. Es una coherencia política. Y su costo no es retórico: es humano.