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Ella preferiría estar en Babia

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Preferirían estar en Babia (foto de archivo)

“¡Vieja, estás en Babia…!”. Así chilló el hombre, sentado en el asiento delantero de la derecha, a la anciana que caminaba entretenida por el centro de la calle. El chofer consiguió esquivarla, aceleró, dobló a la izquierda en la primera esquina. La mujer, asustada, se sentó en el parterre y lloró, lloró muchísimo. Entonces me acerqué para ofrecerle auxilio. Quise saber si se sentía bien, si vivía cerca, si quería que la ayudara a llegar hasta su casa. Entre sollozos dijo que la dejara sentada por un rato, hasta que se le pasara el susto. También me contó que no había tenido un buen día y que por eso caminaba entretenida, fue por eso que no sintió el auto cuando se le venía encima ni escuchó el claxon, pero lo que más la fastidió fue el grito de aquel hombre. Fue el grito lo que la puso más nerviosa. “Es un grosero. Y debe ser jefe de algo…, tiene carro y chofer”. Entonces me miró a los ojos y con muchísima tristeza me dijo que lo peor era que ella no estaba en Babia, estaba bajo el sol de La Habana.

Porque no paraba de hablar entre sollozos, me enteré que estuvo trabajando cuarenta y siete años como maestra, que le habían diagnosticado hacía cinco años una cardiopatía isquémica que se le vino a juntar con el hipotiroidismo y la diabetes, que se inyectaba insulina y tomaba enalapril, nitrosurbide…, que la levotirocina no había llegado a la farmacia ni tampoco la aspirina de cinco miligramos. Llevaba una semana yendo cada mañana a la bodega pero la leche de dieta brillaba por su ausencia, y también el pollo. “No sé que voy a cocinar hoy”. Su marido tuvo un accidente y perdió una pierna, murió unos meses después. El la llamaba Houdini cuando la veía frente al fogón. “Pero ya se me acabó la magia”. No podía hacer mucho con los doscientos pesos que le quedaban después de pagar el refrigerador. “Ocho dólares mijito. ¿Qué puedo hacer con eso?”. Volvió a llorar. Por mucho que intenté, no conseguí consuelo. Y era lógico, qué se le puede decir a una mujer de esa edad llena de angustias. Cómo consolar a una anciana que pasó gran parte de su vida delante de un pizarrón y ahora vive con doscientos pesos al mes…, ocho dólares. “Mi marido quiso cambiar el refrigerador. De ser por mí…”. Dijo que a veces compraba un litro de aceite que repartía en pomitos que antes tuvieron novatropín y escondía el otro “pa’ porsia”. “Tengo una vecina que está peor que yo y me pide de vez en cuando. Esa es la magia que consigo ahora; esconder lo poquito que tengo”. Luego se paró, con mi ayuda, y aceptó que la acompañara hasta su casa, que estaba a solo dos cuadras. Me invitó a pasar y me ofreció un café. “Yo nunca tomo, lo guardo por si viene alguien, pero nadie viene…”. Descubrió, cuando volvía con la taza de café, que yo miraba la foto de un hombre cuarentón con un fusil colgando de su hombro. “Ese es Roberto, mi marido, cuando estuvo en Angola, allí le dieron el carné del Partido, yo también lo tuve pero lo devolví hace unos años, después que murió Roberto”. Me pareció que usaba el “devolví” para hacer notar que nunca fue suyo, como sí lo era la foto de su marido en Angola y la otra, la de la boda, la que también exhibía colgada de la pared.

Devolví la taza y le planté un beso en la arrugada mejilla. Me dio gracia su sobresalto, finalmente se río, diciendo que aquel imbécil, el calificativo es suyo, le gritó que estaba en Babia sin saber de dónde salía la frase. “El parece que es jefe de algo, pero yo fui maestra durante cuarenta y siete años, y sé muy bien que en Babia vacacionaban los reyes de León, y allí, mijito, de nada se enteraban”. “Ojalá yo estuviera en Babia. Entonces sí tendría algo para cocinar”. Luego me pidió que volviera, y lo voy a hacer, porque esto no es una piececilla de ficción, ocurrió tal y como lo cuento.

Written by CubaNet

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