Si en los agromercados de La Habana, tanto los particulares como los estatales, vendieran relajo en lugar de hortalizas o viandas y frutas, tal vez no necesitarían disponer de un sistema extra de pesaje para que el público comprobase si le robaron en el peso de cada libra que compra. Pero como aquí el relajo es gratuito, la clientela sabe de antemano que siempre le van a dar de sobra.
Claro que aunque no se pese por libras, debiera existir algún método para mantener bajo control el excesivo peso del relajo que nos prodigan en esos establecimientos.
La novedad por estos días es vender por su peso productos que desde que el Morro era de palo se comercializaron siempre aquí según un precio fijo por cada mazo o por unidad. Es posible, y hasta plausible, que en otras muchas ciudades del mundo resulte normal comercializar las habichuelas o las piñas según indica la balanza. Pero en La Habana, la tradición y además el sentido común (por lo poco confiable que son todas las pesas), nos induce a sospechar a priori de esos vendedores que pesan desde un mazo de berro o de cebollas o de remolachas, hasta un aguacate o un mango. A fuerza de ser obvio, llega a lucir ridículo su propósito descarado de sacarle al cliente un poco más de dinero.
Alguien relacionado estrechamiento con el trabajo de este sector comercial, respondió a una interrogante mía describiendo la novedad con una acertada sentencia: “Es otra combinación nefasta de burocratismo con bandolerismo”, dijo.
Me explicaba que al vender esos productos por libras, a todos los implicados, desde proveedores, transportistas, intermediarios, administradores, vendedores… les resulta mucho más fácil sacar su tajada que si los vendieran por mazos o por unidades. Y no sólo por lo ya dicho sobre la no confiabilidad de las pesas. También por la existencia de un patrón burocrático al que llaman “merma”.
Para cada traspaso al que es sometido el producto, desde una mano a otra, está prevista una “merma” en su pesaje, sea por deterioro en la traslación o por pérdida de la frescura. Un mazo de rábanos o de cebollinos, o un melón y una calabaza, representan una sola unidad, a un precio fijo para cada etapa del mercado. Pero el mismo melón registra pesos distintos cuando discurre de una báscula a otra. De tal modo, el único que no tiene la menor posibilidad de salir favorecido en este proceso es el cliente común, pues resulta robado por toda la cadena y además burlado en su relación directa con el vendedor, quien, como si fuera poco, le canta el doble de lo que marca la pesa. Un detalle casi gracioso es que aunque pague el berro por su peso, ellos se lo siguen vendiendo en mazos. Jamás deshacen un mazo si el cliente pide que pese menos.
Por supuesto que este es apenas un ejemplo menudo dentro de la atmósfera de bandolerismo que hoy invade al sector comercial de productos y servicios en Cuba, muy particularmente el de propiedad estatal. Sin embargo, tal vez sirva para ilustrar, a escala de base primaria, algo que está corrompiendo como vieja y podrida neoplasia a toda nuestra sociedad, y que proviene de la yema misma de nuestro sistema de gobierno: el irrespeto hacia la población, la absoluta falta de cultura y de disposición para algo tan elemental como es servir al público, el peso del relajo que nos aplasta, y mediante el cual se burlan de nosotros desde el cacique mayor hasta el último de sus funcionarios y empleados.