Que llegue alguien, de otro país a cambiar los nombres a los héroes, a las construcciones antiguas, a las calles… es como recibir en casa a una persona que mueva de lugar todos los muebles.
Habíamos acordado un sitio de encuentro. Una de las principales avenidas de la Ciudad de México.
Llego y no la veo. Qué raro, tenía tiempo de sobra para estar aquí antes que yo.
Tras unos cuantos minutos le marco al celular: ¿Dónde estás?
— En Caguama.
— ¿Dónde?
Y volvió a repetir, nítidamente: En Caguama.
Esa calle no me la conozco, pensé. Pero dado que ninguna de las dos conoce lo suficiente esta ciudad, le pedí una descripción de lo que había a su alrededor.
Mi cerebro ya estaba a punto de rendirse cuando, a sabiendas que mis despistes son directamente proporcionales con su capricho de trastocar todos los nombres, hago un último esfuerzo:
— Oye, ¿por casualidad tú estás en avenida Cuauhtémoc?
— Ah, sí, esa misma…
¡Madre mía! –pensé. Ya yo con mis despistes tengo más que suficiente, ¿por qué no me tocará conocer a personas más normales que yo?
Y ella, para evitar que mi yo cometiera asesinado por asfixia, cuando adivinó mis ganas de atraparla por el cuello, replicó rápido: Es que eso de Cuau… Cuau… eso no me sale. ¡Yo le digo Caguama y punto!