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El deporte como arma ideológica

Delegación cubana a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. (VANGUARDIA)
Delegación cubana a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. (VANGUARDIA)
Delegación cubana a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. (VANGUARDIA)
Delegación cubana a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. (VANGUARDIA)

Hace pocos días acaba de ser abanderada la delegación cubana a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. Una vez más, un acto de carácter humanitario para mejorar la salud física, mental y social de los cubanos se trastocó en un evento político, con citas laudatorias a los fracasados ataques a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes hace 63 años y, al estilo de un ejército incondicional de los gladiadores, los deportistas debieron jurar “espíritu de victoria, alta concentración, disciplina y responsabilidad, como regalo al 90 cumpleaños del Comandante en Jefe”.

Los cubanos estamos acostumbrados a estos terrenos donde se mezcla la política con otras actividades humanas, contrarias muchas veces a todo tipo de encasillamiento ideológico. El espíritu olímpico que parece invocar el directivo del deporte cubano es exactamente lo opuesto a la motivación de las antiguas Olimpiadas griegas, hechas para dar tregua y hacer las paces entre los hombres. También contradice el lema de aquellos primeros Juegos Olímpicos modernos de Atenas en 1896: “Lo esencial en la vida no es vencer, sino luchar bien”.

Hay una cierta adicción de los regímenes totalitarios y las dictaduras por el deporte como arma política e ideológica. Desde que el deporte es parte de la vida espiritual de la modernidad, quienes se asumen como egregios, como elegidos, creen firmemente, como los antiguos emperadores, que en una medalla de oro, plata o bronce se resume el éxito de la sociedad toda. Llegan incluso, dado ese poder delirante que da su ejercicio absoluto, a dirigir un equipo de béisbol en el terreno. Todos los recursos económicos y sociales —que suelen ser pocos— son puestos en función de obtener esas medallas, y quienes fracasan en el empeño, sean deportistas, entrenadores o directivos cargan la culpa, no solo del fracaso, sino del fracaso del régimen en áreas que tampoco tienen nada que ver con el deporte.

El deporte, por su esencia, solo puede ser el efecto, la consecuencia natural de cierto grado de desarrollo socioeconómico. Invertir la ecuación, es decir, hacer del deporte la causa del desarrollo es, además de una falacia, un error de gravísimas consecuencias. Tomemos un ejemplo que los cubanos conocemos muy bien: los Juegos Panamericanos de la Habana en 1991. Con esa gracia y chispa de los cubanos, corría por las calles habaneras aquel verano el siguiente chiste: “¿Cuál es el animal que en 15 días se come la comida de un año?”. Y la respuesta era el tocopan, una especie de ave autóctona que era la mascota de los juegos.

En efecto, para levantar todos los campos deportivos que hicieron falta, pagar la comida y las horas de trabajo de miles de trabajadores, y después dar albergue y alimentación a cientos de deportistas de toda América se invirtieron parte de los recursos del llamado Periodo Especial que ya comenzaba. ¿Cómo puede suceder semejante locura? ¿Cómo la “gloria deportiva” puede sustituir las necesidades vitales de todo un pueblo, como sucedió en los siguientes dos o tres años de aquella liza?

Hoy nadie se acuerda de los Juegos Panamericanos ganados por Cuba. Pero cualquier cubano recuerda el llamado Periodo Especial que siguió a aquel desatino. Todavía hoy quien toma la Vía Blanca en dirección el este podrá ver el Estadio Olímpico a medio hacer, literalmente tragado por la hierba y el abandono. Por cierto, alguien ha comentado que por el lugar que se encuentra y al no estar techado, los récords allí no son homologables por la velocidad a que sopla el viento en la Playa del Chivo. ¿Sabían eso los arquitectos e ingenieros? Probablemente sí, pero, ¿y qué?

Tal vez motivados por los éxitos de los Panamericanos —debe aclararse que EEUU asistió con una delegación de segunda categoría aludiendo prepararse para las Olimpiadas—, el Gobierno cubano le puso aún más recursos a la delegación a los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992. Para quien no recuerde el contexto, ya las ciudades cubanas se poblaban de bicicletas, había apagones casi diarios, y la polineuritis carencial enseñaba las primeras víctimas. Cuba llevo un total de 176 deportistas, 126 hombres, 50 mujeres, y un nutrido grupo de entrenadores y otros personajes ajenos al músculo. Compitieron en 16 deportes y lograron el quinto lugar del orbe con 14 medallas de oro, de las cuales la mayoría fue debido al boxeo.

No es difícil entender entonces por qué no pocos cubanos disfrutan de manera diríase esquizofrénica cuando pierden los deportistas cubanos, cuando a los equipos de béisbol les hacen diez carreras por cero, cuando noquean a los boxeadores cubanos, y cuando —esto es muy triste— a los estelares del equipo masculino de voleibol los encarcelan por supuestos violadores, noticia que como suele suceder, se ha dado en Cuba de forma ambigua, poco clara.

El régimen cubano es el único responsable de que muchos cubanos estén contra su propia gente, contra su propia bandera. Al ideologizar el deporte, algo antinatural pero muy afín a las dictaduras, lo encierran en los inflexibles marcos de la política. De tal modo, apoyar a los deportistas cubanos pudiera ser apoyar al régimen; y su derrota en cualquier escenario deportivo es la derrota del Gobierno cubano.

Para colmo de la ideologización y la idiotez, cuando un deportista “deserta” —la palabra lo explica todo—, sus récords son borrados en Cuba; quienes lo mencionaban en la radio o la televisión se cuidan de no mencionar su nombre; los vecinos preguntan en voz baja por él. Los libros y la prensa escrita insisten en hablar de un deporte cubano antes y después de la Revolución, como si los campeones hasta Melbourne 1956 fueran menos que los de Beijín 2008 o Londres 2012. Siguen llamando al béisbol “pelota esclava” mientras el cubano de la peña deportiva del Parque Central sabe cuántos millones gana Abreu, Céspedes, o el contrato reciente de Yulieskiy Gurriel con los Astros de Houston.

Creo, sinceramente, que en toda esta contradictoria encrucijada quienes más han sufrido son los deportistas cubanos. Ellos, más que nadie, deben tener “gandinga” para soportar esas descargas politiqueras, ser vigilados como niños por la Seguridad del Estado durante los juegos, y aun así, presionados para ganar toda costa. Todo después de haber entrenado en condiciones desfavorables. Y todavía salir a competir, ganar, y saber que también en las gradas y frente a los televisores del mundo hay muchos cubanos que le hubieran deseado la peor de las suertes.

Publicado en Diario de Cuba

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