#OPINIÓN Diario de un cubano (VIII): “Es lo que hay” o el teorema de la supervivencia

Jan 28, 2016
La vida de un guardia de seguridad. / CC Martín Calderón

El País Desperté desorientado, me di cuenta de que aún era de noche. A pesar del ruido de la calle y de la televisión había podido dormir varias horas. Era la primera vez que iba a trabajar en horario nocturno y el primer consejo que me habían dado fue que cambiara los horarios de sueño: debía acostarme por la mañana a mi llegada y tratar de simular un espacio oscuro que me permitiera descansar. Cuando cambias los horarios tan drásticamente tu cuerpo se altera, pero al menos compensa saber que algunos te creen dichoso por tener un trabajo, algo así como un guiño de resignación que la mayoría suele rematar con una frase célebre: “Es lo que hay..”

La parada del bus estaba desolada. Un coche blanco se acercó, y me imaginé que me había identificado con mi uniforme gris muy mal planchado, con cierto parecido al que usaban los reos en mi país. La comparación, al margen de parecer un poco cruda, no se alejaba de la real. “¿Imagino que eres cubano?”, me dijo con tono inquisitivo. A mi respuesta afirmativa siguió una parrafada introductoria de su vida, y sin reparar en sinceridades me comentó que Alfredo (aquel hombre inmenso detrás del escritorio) solo coge emigrantes para este trabajo, pues sabe que todos estamos jodidos pero… “es lo que hay”.

Carlos (como se llamaba el chófer) hizo una pausa y prosiguió contando su vida mientras se sucedía una curva tras otra. Yo quedé en silencio buscando el significado de aquella frase tan usada por todos, casualmente minutos antes por mis amigos, antes de salir de casa. Pensé que ese “es lo que hay”  es la realidad cogiéndote por la solapa y abofeteando varias veces, es el suelo en el que reposan tus rodillas cuando estas a punto de arrastrarte, es la certeza de que estás cerca del fondo. Pero aun así ayuda a respirar, a veces es útil no tener alternativas.

Llegamos a un residencial inmenso y seguí a Carlos por los laberinticos pasillos. En mi mano, un dispositivo de fichado electrónico que marcaría mi ruta. Constante, muy semejante a cuando le colocan objetos dispersos a los animales para que se mantengan en movimiento. Mis cosas quedarían en un cuarto pequeño, casi hermético y polvoriento, donde a su vez estaban los registros eléctricos. Una breve despedida y allí, justo a la entrada quedé, apenas con la sensación de un náufrago en un mar de concreto. Mi trabajo era sencillo: consistía en saludar a todos los vecinos como si fuese una figura decorativa más de aquel parque y caminar hasta el amanecer.

Una y otra vez miraba al reloj. Las familias no paraban de pasar durante las primeras horas, la pareja que venía de la fiesta, el niño que se le escapa a su padre corriendo y a esa hora quería ir a mecerse en la hamaca del parque, el señor que venía de su trabajo a deshoras con su corbata ya desanudada, la mujer casi solitaria que sacaba su perro… Todos pasaban y decían un “hola” desanimado, sin contacto visual, por puro civismo.  Yo respondía el saludo con automatismo. Todos tenían una vida, una dirección hacia dónde ir, un propósito, mientras yo permanecía allí de pie con la luna a cuestas y el frio de la intemperie. Eesa era la consecuencia de lo que había.

Algunas ventanas quedaban abiertas. Casas preciosas, familias reunidas en torno a la televisión y riendo con el programa de moda… Yo retornaba cada 45 minutos al cuarto de contadores para sentarme en aquella silla desvencijada, cerraba los ojos  y escuchaba la sonrisa de mi hijo. Volaba por unos segundos y allí estaba mi padre sentado en su sillón de aluminio, yo en el de madera mirando, quizás, una película mientras mi mama preparaba la cena para todos… Las horas no pasaban, las lágrimas se deslizaban tímidamente por mi cara.

Soledad / cc Zitzioune

La quinta hora fue la peor de todas. La adrenalina se transformó en hambre, pues no había comido nada antes de salir de casa. Busqué en una pequeña mochila, pero solo había llevado agua. Tomé un sorbo como para engañar el estómago, pero no resultó. No pensé que a esa hora la ansiedad querría cobrar en calorías, ahora solo pensaba en comida…

Justo entonces siento que se abre la verja y, como de costumbre, saludo al vecino que entra. Este era un hombre joven que traía en su mano un paquete envuelto en papel de brillante. Lo puso cuidadosamente encima del colector de residuos, a la entrada del complejo, y siguió su camino. Con la intuición de animal de caza me acerqué y abrí el paquete. Allí estaba un pedazo de pan con carne. No era el momento de preguntarme si era ético lo que iba a hacer: mire a ambos lados, con temor a ser visto, metí el paquete en el abrigo y fui al cuarto donde tenía mi mochila.

Una vez allí recorte la zona mordida pues, aun con hambre, se conserva el instinto de la higiene. Las mordidas se sucedieron una tras otra, el sorbo de agua apenas vencía el atragantamiento, no recuerdo hoy lo que contenía el pan. Me incline hacia atrás, la digestión estaba empezando, mis ojos me pesaban. Era increíble, había comido de la basura y no sentía remordimiento ni vergüenza.

Creí entender esa noche el sentido práctico del teorema de “es lo que hay” , medio por el cual sobrevivir no es una opción, es una obligación, es la confirmación de seguir vivo más allá de lo convencional. Es la supresión de los escrúpulos, es el principio filosófico del que busca un sueño y el primer paso de una lucha que no termina nunca.

María Fernanda Muñóz

Periodista venezolana. ¿La mejor arma? Humanidad. Pasión se escribe con P de periodismo

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