Sede The New York Times / Archivo
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The New York Times, una sucursal del Granma

Mar 9, 2016
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Sede de The New York Times (Foto: wikipedia.org)
Sede de The New York Times (Foto: wikipedia.org)

LA HABANA, Cuba (Cubanet).- El diario New York Times (NYT) acaba de dedicar un nuevo editorial a Cuba. O, para ser más exactos, el texto, suscrito por el colombiano Ernesto Londoño, hace todo un panegírico sobre lo que él –y quizás los directivos de ese influyente periódico– presentan como el inicio de un proceso de libertad de expresión en la Isla.

Y este inusitado milagro de apertura que se anuncia triunfal se ha estado produciendo precisamente “desde que Estados Unidos comenzó a normalizar las relaciones con La Habana a finales de 2014”. Así pues, mágicamente, por obra y gracia de la nueva política de Barack Obama, “los cubanos han comenzado a debatir temas otrora tabú y criticar a su gobierno con más audacia”. (¡Oh, gracias Barack, los cubanos, siempre tan incapaces, te estaremos eternamente agradecidos!).

Lamentablemente, tan sublime propósito periodístico queda trunco como consecuencia de la supina ignorancia que exhiben editorialista y editores sobre la historia y realidad cubanas. De hecho, no podía haber sido más desafortunado el pie forzado que utiliza Londoño desde su primer párrafo para “demostrar” los avances cubanos en materia de libertad de expresión: “En el pasado, cuando un atleta cubano desaparecía durante un evento deportivo en el extranjero, en casa las noticias sobre la deserción se regaban de boca en boca. No habría ningún reconocimiento oficial o una mención de la prensa estatal”.

A continuación, se refiere a la difusión en la Isla de una reciente deserción de atletas, protagonizada por los hermanos Yulieski y Lourdes Gourriel –dos jóvenes estrellas del béisbol que escaparon de la delegación cubana durante su estancia en la República Dominicana–, como “un episodio que ilustra cómo los ciudadanos en el país más represivo en el Hemisferio están presionando cada vez más los límites de la libertad de expresión”.

Muy mal informado o muy desorientado anda este grumete del NYT, porque todos los cubanos de la Isla, en especial los nacidos a raíz de aquel tristemente memorable 1ro de enero de 1959, tenemos constancia de las innumerables declaraciones oficiales del Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (INDER), en las cuales se ha repudiado lo que el gobierno cubano califica como deserción de los atletas que se venden al poder del capital. ¿Qué cubano no recuerda la voz profunda y la indignación del ya difunto comentarista periodístico y narrador deportivo, Héctor Rodríguez, leyendo apasionadamente aquellos encendidos panfletos contra los traidores?

Ciertamente, tales comunicados oficiales no se han difundido en cada ocasión que ha ocurrido una fuga, pero sí siempre que éstas han resultado sumamente escandalosas e inocultables, como fue ahora el caso de los hermanos Gourriel.

Otro aspecto digno de mención es el sobredimensionamiento del NYT acerca del papel del gobierno estadounidense “para disminuir la cultura del miedo y la obediencia que el Estado ha utilizado durante mucho tiempo para controlar a sus ciudadanos”, lo que ha dado lugar a que “hoy en día los cubanos de una sección más amplia de la sociedad están hablando con menos miedo”. Diríase que los esfuerzos de los opositores, disidentes, periodistas independientes y otras organizaciones de la sociedad civil, así como el natural desgaste de una sociedad entera sometida a décadas de carencias y engaños por parte de una élite gobernante no habían logrado absolutamente nada.

Por supuesto, ningún individuo con un mínimo de sentido común se atrevería a negar la influencia que tiene sobre Cuba cualquier cambio de política de una administración estadounidense. Máxime cuando toda la política exterior (e interior) de la dictadura cubana ha tenido como eje central el diferendo con EE UU. En lo personal, me cuento entre los opositores que apoyan una política de diálogo y acercamiento, puesto que el conflicto de más de medio siglo no arrojó resultados, y aún es pronto para catalogar como un “fracaso” la nueva política de Obama hacia Cuba. En materia de política todo proceso tiene un tiempo de maduración y no cabría esperar transformaciones de envergadura en apenas 14 meses de diálogo entre las partes de un conflicto de medio siglo.

Sin embargo, adjudicar a la nueva postura de la Casa Blanca la capacidad de abrir espacios democráticos de expresión al interior de Cuba en ese corto lapso de tiempo resulta mendaz, disparatado e incluso irrespetuoso. No sólo porque distorsiona la realidad y engaña a la opinión pública estadounidense, sino porque desprecia deliberadamente el trabajo de tantos periodistas independientes que durante décadas han empujado el muro del silencio que ha rodeado a la Isla reportando sobre la realidad cubana, y han sufrido por eso persecución, cárcel y acoso constante por los cuerpos represivos del régimen.

Sin embargo, el verdadero peligro latente en el tendencioso editorial del NYT  es que presenta como paladines de la libertad de expresión a quienes son herramientas útiles del régimen en su inequívoco proceso actual de mimetización: los blogueros oficialistas, un grupo que surgió a la sombra de la política oficial como estrategia gubernamental para contrarrestar la virulenta explosión de blogueros independientes que había comenzado desde 2007 y que dos años después se había agrupado en la plataforma blogger Voces Cubanas, cuyo acceso desde Cuba fue inmediatamente bloqueado por el gobierno.

El bloguero Harold Cárdenas, que es el ejemplo de crítico a la autocracia Castro elegido por el señor Londoño, es en realidad lo que podría definirse como un “talibán ligth”, que equivale a un convencido creyente de la superioridad del sistema cubano, disfrazado de crítico. Si algún talento tiene la dictadura Castro es el poder de adaptarse a cada nueva circunstancia y sobrevivir a todo cataclismo político, cualidad que le permite manipular el discurso y elegir a sus “jueces” en cada nuevo escenario.

En las circunstancias actuales de no confrontación con el Imperio sería impresentable un alabardero furibundo e histérico –como, por ejemplo el hoy desaparecido de la escena pública, Hassan Pérez–. En cambio, un Harold Cárdenas resulta ideal: es razonablemente crítico, se mueve dentro de las instituciones del gobierno (por lo tanto es controlable) y sabe exactamente dónde está la línea que no puede cruzar. El prudente Harold, además, se mantiene saludablemente distante de toda la prensa independiente, a la que califica con los mismos epítetos que el gobierno: “mercenarios al servicio del imperialismo”, o “agentes de la CIA”.

Otro espejismo peligroso es el de la supuesta existencia de un “ala progresista” dentro de las esferas del poder en Cuba, con el que –según afirma Londoño en el NYT– Harold Cárdenas está estrechamente relacionado. En este punto la absoluta falta de seriedad periodística del NYT resulta escandalosa. El mito de un sector “progresista”, como una especie de conspiradores –en realidad una pléyade de oportunistas– cercanos a la cúpula de poder esperando la oportunidad para influir en los cambios en Cuba, se ha estado extendiendo en los medios fuera de la Isla desde hace mucho tiempo, pero hasta el momento son meras especulaciones que carecen de asidero alguno.

Por demás, es inaceptable cifrar las esperanzas de un futuro mejor para los cubanos a partir de un reconocimiento a priori de quienes son actuales servidores cercanos del régimen. Ningún cambio en Cuba será legítimo en tanto no incluya como actores a la sociedad civil independiente en toda su representación y variedad, y a la totalidad de los cubanos de la Isla y la diáspora. Tampoco habrá verdadera libertad de prensa mientras la dictadura se permita seleccionar a sus “críticos” mientras fustiga al pensamiento independiente de cualquier tendencia.

En cuanto a la imaginaria celebración de reuniones en todas las universidades del país para analizar el futuro político de Cuba, es lo más falaz que se le ha podido ocurrir al señor Londoño y marca una enorme falla en la credibilidad del NYT. ¿Acaso alguien podría creerse seriamente que la dictadura cubana permitiría cuestionamientos políticos dentro de sus propias instituciones? ¿Es que Londoño y los directivos del NYT han echado por tierra de un plumazo el principio castrista de que “las universidades son para los revolucionarios”?

Pero nada de esto es en realidad una sorpresa. Ya desde octubre de 2014 llegó el preludio, cuando se inició una avalancha de editoriales del NYT, escritos por Ernesto Londoño, señalando que había llegado el momento de cambiar la política de EE.UU. hacia Cuba. Una idea que yo comparto en principio, pero por razones y con argumentos muy diferentes de los que propugna el NYT. Dos meses después se anunciaría el restablecimiento de relaciones.

Para entonces, Londoño y sus patrones no tenían ni peregrina idea de la realidad cubana; tampoco la tienen ahora. Pero no se puede concebir como ingenuidad o buenas intenciones mal empedradas lo que más bien se ha tornado una conjura contra la libertad de los cubanos. Acaso sea el momento de que este latinoamericano, cuya voluntad se ha domeñado tan apropiadamente a la vieja mentalidad colonial norteña, esa que considera a los pueblos del subcontinente incapaces de alcanzar logros por sí mismos, debería dedicarse a escribir sobre los graves conflictos de su propio país de origen –que paradójicamente hoy se dirimen en Cuba–, si es que al menos conoce un poco más de la realidad colombiana que de la cubana.

Entretanto, todo indica que los mercachifles de la política cubana han logrado tejer con el NYT lazos mucho más fuertes de los que imaginamos. No por gusto los editoriales del NYT parecen haber convertido a ese diario en una sucursal neoyorkina del Granma.

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