El propósito de realizar debates en un auditorio público es que los electores comunes y corrientes tengan la oportunidad de hacer preguntas. En todos los debates que he visto, el candidato voltea a ver al elector, escucha con atención y dirige su respuesta, por lo menos en parte, a esa persona.
Los candidatos se comportan así porque es una muestra de cortesía, porque se ve bien que aparenten tomar en serio a otras personas y porque la mayoría de nosotros instintivamente buscamos alguna conexión con las personas a las que nos dirigimos.
Hillary Clinton, que no se destaca precisamente por su emotividad, se comportó de esa manera el domingo por la noche. Donald Trump, por el contrario, no lo hizo. Trump trató a las personas que hicieron las preguntas como si fueran autómatas con quienes no podía relacionarse y dio sus respuestas mirando hacia el vacío, aunque intentó parecer amable con una atractiva joven musulmana.
Este hecho subraya la completa soledad de Donald Trump.
La política se trata de establecer una conexión humana, algo que Trump parece incapaz de hacer. En esencia, no cuenta con asesores ni amigos. Su equipo de campaña está formado por fríos mercenarios, en el mejor de los casos, y por Roger Ailes, en el peor. Su partido lo trata como una peste de la que todavía no puede deshacerse.
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