Así podría titularse la historia tras un post publicado por Luis Rodríguez Pérez, esposo de Angélica Garrido, en su perfil de Facebook.
Según narra él, todo comenzó con una llamada de su esposa, y dice que la llamada telefónica de Angélica Garrido fue un momento de esperanza y angustia para él.
Esperanza de que estuviera viva y bien, y ansiedad por el destino de sus hijos. El anhelo de los niños por su madre, incluso su duro amor, fue un conmovedor recordatorio del costo humano de la represión en Cuba. La represión del gobierno contra la disidencia, incluida la represión violenta de las protestas pacíficas, ha creado un clima de miedo y desesperación para muchas familias.
Las preguntas del esposo de Angélica Garrido sobre la respuesta del gobierno a la disidencia son válidas y urgentes. ¿Por qué el gobierno usa la fuerza extrema contra los manifestantes pacíficos mientras ignora el crimen desenfrenado en el país? ¿Por qué la policía y las fuerzas especiales actúan con tanta brutalidad contra su propia gente? Estas preguntas no son fáciles de responder, pero apuntan a problemas más profundos de poder y control.
Las tácticas de represión del gobierno van más allá de la violencia física. También involucran la manipulación psicológica y el adoctrinamiento de aquellos en posiciones de poder. La policía, las fuerzas de seguridad y las unidades especiales están todas entrenadas para actuar con agresión y sin tener en cuenta las consecuencias de sus acciones. Se les enseña a ver la disidencia como una amenaza al régimen, más que como una expresión legítima de los agravios del pueblo.
Además, estas personas a menudo son reclutadas de entornos desfavorecidos y se les ofrecen tentadores beneficios materiales por su lealtad al régimen. Se les hace sentir un sentido de pertenencia y superioridad sobre la gente común a la que se supone que deben servir. Están condicionados a odiar a los disidentes ya sentirse dependientes del gobierno para su supervivencia.
Esta deshumanización sistémica de quienes están en el poder tiene un impacto devastador en los derechos humanos de los ciudadanos comunes. A personas como Angélica Garrido se les niega la atención médica básica porque se las considera enemigas del Estado. Las familias se separan y las vidas se arruinan debido a la incesante búsqueda de control por parte del gobierno.
El llamado a la libertad del narrador no es solo un grito por un cambio político, sino también una súplica por la restauración de la dignidad y los derechos humanos. El pueblo de Cuba merece las mismas libertades y oportunidades que los ciudadanos de cualquier otro país. Merecen el derecho a expresar sus opiniones sin temor a la represión violenta. Merecen acceso a servicios básicos como salud y educación. Y merecen vivir en una sociedad que valore su humanidad y dignidad.
El mundo no debe hacer la vista gorda ante el sufrimiento del pueblo cubano. Es nuestra obligación moral solidarizarnos con ellos y exigir el fin de las tácticas represivas del régimen. Debemos utilizar todas las herramientas a nuestra disposición, incluidas la diplomacia, las sanciones económicas y la defensa pública, para apoyar al pueblo de Cuba en su búsqueda de la libertad y la justicia.
Al final, la historia de Angélica Garrido y sus hijos no es solo la lucha de una familia, sino un reflejo del costo humano más amplio de la represión en Cuba. Es un recordatorio de que la lucha por los derechos humanos y la dignidad continúa, y que nunca debemos rendirnos en nuestra búsqueda de un mundo más justo y compasivo.
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