Él le dijo chamaca. “Hola, chamaca”. Y ella pensó que era una palabra pasajera, de esas que se posan un rato y ya no vuelven. Pero él volvió: “Me caes rebien. Besos, chamaca”.
Chamaca. Cha-ma-ca.
Nadie, salvo su padre, le había llamado así. Su padre, cuando la llevaba en bicicleta de paseo por la ciudad para que la niña pudiera ver todo. Todo. Y la mostraba a sus amigos, con orgullo, y a todos les decía: “Esta es mi chamaca”.
Después pasaron los años. Y le dejaron de decir chamaca para siempre. Pero el para siempre a veces no dura para siempre.
Ahora él, con solo esa palabra, le devuelve muchos recuerdos. “Buenas noches, chamaca”. Y ni siquiera lo sabe.
No sabe que ella imagina cómo él la pronuncia. Chamaca. Como si pronunciara su propio nombre. Chamaca.